La salida de Francisco Huenchumilla nos enfrenta a una pregunta ineludible: ¿cuál es el camino para abordar la grave crisis de La Araucanía?
La respuesta -por simplista que parezca- debiera incluir al menos tres elementos básicos: un buen diagnóstico, una propuesta de política y una estrategia para implementarla.
Partamos por el diagnóstico. La violencia en la región –tal como la conocemos hoy- partió en 1997, muy poco después de la entrada en vigencia de la Ley Indígena de 1993. Esta normativa sustentó el diseño de una política de tierras cuya ‘vedette’ es un mecanismo de compra de ‘predios en conflicto’ a particulares con recursos de la Ley de Presupuestos. El resto de la historia ya la conocemos. Oferta limitada, demanda de tierras insatisfecha, tomas de predios y hostigamientos, respuesta policial y judicialización.
Al mismo tiempo el sistema ha engendrado incentivos perversos a la corrupción, clientelismo, y lo que es peor, a la violencia como forma de obtener respuesta. La lógica de la violencia se extendió a otros planos –hogares estudiantiles, tomas de Conadi, ataques a forestales, etc.- siempre bajo el argumento que no hay canales de diálogo o que la vía institucional está agotada. Conclusión: en la médula del ‘conflicto’ está la cuestión de las tierras, cuya contracara es una institucionalidad que a todas luces es insuficiente.
Una propuesta de política para hacer frente a la situación, por tanto, debe hacerse cargo tanto de la institucionalidad como de la cuestión de las tierras. Una institucionalidad adecuada plantea dos exigencias: una es la institucionalidad que se requiere para la interlocución y diálogo entre el Estado y los pueblos indígenas -creación de un Ministerio de Pueblos Indígenas y de Consejos de Pueblos Indígenas- y otra es el diseño institucional que se requiere para abordar la cuestión de las tierras. El gobierno algo ha avanzado respecto a la primera, pero últimamente parece haber perdido asertividad y convicción para llegar a puerto.
La cuestión de las tierras, por su parte, requiere una profunda reformulación. Pero el tema no se resuelve simplemente borrando de un plumazo la actual política de compra de tierras. El sistema actual ha operado como un detonante de un conjunto de factores culturales, históricos, jurídicos y socioeconómicos que no podemos ignorar. Por eso el desafío es reemplazarlo por un nuevo diseño que tenga legitimidad social y ofrezca sustentabilidad en el largo plazo. Nueva Zelandia nos ha mostrado un camino posible para hacer las cosas bien.
La estrategia debe partir por reconocer las limitaciones e identificar las capacidades que son indispensables para consensuar la política que se proponga. La estrategia requiere aquí dos actitudes básicas: romper la inercia del sistema -que recomienda ‘navegar’ y no innovar- y estar dispuestos a debatir a fondo el tema de las tierras, con todas sus complejidades. Por eso, contrario a lo que la intuición política normalmente sugiere, la estrategia exige traer el problema a Santiago, involucrar a La Moneda, alinear a los actores políticos y designar a un líder que no esté preocupado de pagar costos políticos. El diálogo emerge aquí como una característica indispensable del proceso. Pero ojo: si no está al servicio de la estrategia, la capacidad de diálogo de poco sirve.
El gobierno tiene la palabra.


