Por qué no entendemos Argentina

Por qué no entendemos Argentina

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Cuando observamos el panorama político argentino los chilenos no podemos evitar tomarnos la cabeza con las manos, impotentes para comprender su lógica, si la hubiere. La izquierda no tiene herramientas para comprender un peronismo que fuera capaz de cobijar al mismo tiempo a movimientos nacidos del cristianismo revolucionario, como los Montoneros, y a sus verdugos, como López Rega. La derecha no lo hace mejor. Los gobiernos de este signo han sido usualmente impotentes para hacer reformas liberales. Las que se han realizado fueron impulsadas precisamente por líderes peronistas como Menem. En estos días reina una reprimida e inconfesada ilusión en la derecha chilena por lo que pueda lograr el libertario Milei, aunque su manera de ejercer el poder no puede estar más alejada de sus costumbres.

¿De dónde proviene esta diferencia insuperable entre dos pueblos unidos por una frontera larga y porosa, y entre dos élites políticas que fueran aliadas en la gesta más importante de su historia como repúblicas, como fue la lucha por su independencia y la construcción de sus naciones? El libro de Ana María Stuven “La seducción de un orden” da algunas luces al respecto, al menos para un lego en la materia.

El libro aborda los debates políticos y culturales que tuvieron lugar en Chile durante la primera mitad del siglo 19, que fueron forjando los valores, creencias e ideales que darían forma a lo que hoy asumimos como nuestra identidad nacional. Tal debate estuvo marcado por la necesidad de distinguirse tanto de España como de la Iglesia, para de este modo construir una identidad propia. Esto llevó a prestar atención a las ideas francesas y europeas, las que llegaban a través de Argentina. De ahí la influencia en el Chile de esa época de la llamada “Argentina flotante”, formada por un grupo de eminentes intelectuales argentinos, entre ellos Sarmiento, López y Mitre.

El debate en cuestión tuvo dos grandes antagonistas: el caraqueño Bello y el sanjuanino Sarmiento, con sus respectivos seguidores, y se desplegó principalmente en la prensa, cuando en Chile circulaba más de un centenar de periódicos.

Una de las controversias más intensas decía relación con la ortografía, la cual fijaría las reglas que regularían la comunicación al interior de la nueva nación, proveyéndola de orden sin sofocarla. El debate era sobre cuán autónoma debía ser la ortografía en Chile (y América) respecto de España; o, dicho de otro modo, sobre si esta debía responder al uso, a lo consuetudinario, al habla popular, o a una normativa definida centralizadamente por las élites. Sarmiento sostenía que si no se liberaba el idioma seguiría imperando el espíritu de colonia disfrazado de patriotismo. Bello, en cambio, señalaba que el idioma era el vehículo eminente del “espíritu civilizador”, donde la mesura y la gradualidad pusieran a raya la anarquía.

El otro campo de debate fue el legal-constitucional. Para Sarmiento y sus seguidores, las leyes debían obedecer a las costumbres; para Bello, como es sabido, ellas tenían como fin modificarlas para así alcanzar un orden realmente civilizado. La polémica fue ruda, a pesar de que en Chile —alegaba Sarmiento— reina el espíritu de caballeros. Pero Bello, con su temor a la anarquía, ganó en toda la línea, tanto en la ortografía y la educación como en la Constitución y el Código Civil. Es lo que ha llevado a decir que Bello fue el fabricante simbólico-institucional de Chile, lo que logró en buena medida en contraste con Sarmiento, su antagonista perfecto.

“Es el temor de infringir las reglas lo que tiene agarrotada la imaginación de los chilenos”, decía Sarmiento desilusionado. Pero su derrota intelectual frente a Bello no selló su suerte. Regresó a su país natal, donde fue elegido Presidente de la república y contribuyó decisivamente a darle la forma a esta Argentina que los chilenos hasta hoy no comprendemos.

Bello y Sarmiento: dos rivales y dos naciones entrañablemente hermanadas, pero intelectualmente incompatibles. (El Mercurio)

Eugenio Tironi