¿Poner fin al síndrome de Down?

¿Poner fin al síndrome de Down?

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En Inglaterra se ha confirmado la legislación que permite abortar fetos con síndrome de Down hasta el momento del parto; en España, por su parte, se permite el aborto si el nasciturus posee esa condición.

¿Está en consonancia una decisión como esa con una sociedad liberal? ¿Es correcto moralmente hablando permitir el aborto si quien está en el vientre materno posee ese síndrome?

Aparentemente, es correcto.

Un niño o niña con síndrome de Down suele poseer una salud frágil; su vida gravará a sus cercanos con el deber de sostenerlo; en muchos casos, el niño o niña no podrá incorporarse al mundo del trabajo de una manera eficiente; padecerá dificultades en el sistema escolar; en ocasiones sufrirá discriminaciones, y es probable que sus padres vivirán con la angustia de pensar que llegará un día en que ellos, ya viejos, no podrán protegerlo. Siendo así, si el niño o niña con Down sufrirá y hará sufrir, ¿qué sentido posee permitirle que desembarque en este mundo? Si la naturaleza se equivocó, ¿no será mejor permitir que los padres decidan corregirla? En fin, podría argumentarse, no se trata de obligar a nadie a abortar al nasciturus que posea esa condición; se trata de permitir que, cuando alguien no se sienta capaz de tenerlo, pueda impedir que nazca.

Parecen razones atendibles; pero hay algo profundamente inhumano en esa decisión.

Porque de lo que no cabe duda es que un niño o niña con Down es un miembro de la clase de los seres humanos como usted o como yo, solo que posee una condición que lo hace más débil a la hora de la salud, del aprendizaje o del trabajo. En consecuencia, la pregunta es si resulta moralmente correcto abortar a un ser humano concebido solo porque no poseerá las capacidades que estimamos plenas. En otras palabras, la pregunta es si resulta correcto seleccionar quién merece vivir y quién no, en base a las capacidades que posea o los atributos previsibles que podrá o no desplegar cuando crezca. Ahora bien, si usted responde sí a esta pregunta, entonces debiéramos arribar a la conclusión de que los seres humanos no valen por su simple pertenencia a la clase de los seres humanos, sino por su posesión de atributos adicionales a esa mera condición, como la capacidad de trabajo, la inteligencia o su salud. Y como algunos de estos atributos dependen de una decisión humana —cuánta capacidad de trabajo es la necesaria, qué nivel de inteligencia, cuánta fortaleza—, entonces resultaría que la condición humana sería una cuestión puramente cultural.

Y ahí está el problema.

Desde antiguo se ha distinguido entre la naturaleza y la cultura, entre aquello que no depende de la voluntad y aquello que, en cambio, está a merced de ella. Esa distinción posee, por supuesto, variadas versiones y la línea que divide esos ámbitos es sinuosa y cambia; pero la existencia de esa línea que pone de un lado aquello que porque es dado no se puede decidir, y del otro aquello que depende de la decisión, es uno de los principios básicos que hasta ahora han orientado la convivencia. Pero un mundo donde la pertenencia a la clase de los seres humanos deja de ser algo natural, algo que se configura por el mero nacimiento al interior de una familia humana, para, en cambio, depender de si se poseen o no atributos adicionales, como la inteligencia o la capacidad de trabajo o la salud, es un mundo que abandona ese principio de que hay cosas indisponibles y otras disponibles que es la base del discernimiento moral.

Pero en un mundo así, un mundo donde todo es disponible, donde cualquier aspecto de la condición humana está entregado al cálculo o a las posibilidades de la técnica, es un mundo donde todos los principios son frágiles, incluidos los principios liberales, porque, después de todo, los derechos humanos, que son derechos liberales, descansan en la idea de que basta ser un ser humano para poseer esos derechos; pero si se agregan atributos para merecerlos, si para existir se requieren atributos como la inteligencia, la capacidad de trabajo o la salud, entonces los mismos derechos humanos habrán dejado de tener fundamento.

Y en un mundo así, bastará que la mayoría decida que este o aquel atributo —¿por qué no la belleza?, ¿o la agilidad?, ¿o el talento matemático?— es indispensable para tener derecho a existir, es un mundo donde nadie estará seguro, ni siquiera quienes sean bellos, inteligentes o ágiles, porque incluso esas características serán disponibles y podrán, según lo decida la voluntad, ser sustituidas por otras, y quien hoy es bello mañana podrá ser considerado feo, el inteligente tonto o el ágil lerdo, y la condición humana que decía indudablemente poseer, y a la luz de la cual excluyó a otros, durará lo que dura un dibujo en la arena. (El Mercurio)

Carlos Peña