En un ensayo sobre André Breton, Octavio Paz señaló “…el hombre, aún envilecido por el neocapitalismo y el seudosocialismo de nuestros días, es un ser maravilloso porque, a veces, habla”. Y, en efecto, hablar, comunicarnos, es algo maravilloso porque quizás sea el último reducto de la libertad. Sólo la destrucción física podrá impedirnos pensar e impedirnos hablar, expresar lo que pensamos, es el equivalente social de esa destrucción física: es anular el pensamiento.
El principal enemigo de la libertad de expresarnos y por lo tanto de pensar, es el extremismo. La convicción de que toda verdad ya ha sido revelada y que, en consecuencia, no queda nada por decir. La voluntad de que cada acción emprendida esté orientada sólo a la materialización de esa verdad revelada o a la destrucción de quienes se oponen a esa verdad, pero jamás a proclamar una nueva idea o a plantear la posibilidad de una nueva verdad. A practicar la duda.
Una versión de esa actitud extremista se expresó la semana pasada en la ira y el reclamo de dirigentes del Colegio de Periodistas por la publicación, en un diario, de la conversación que sostuvieran el profesor Carlos Peña y Felipe González. Probablemente no advirtieron que, detrás de los argumentos de su organización -que con un celo propio de gremio medieval defiende el derecho de sus socios a ser sólo ellos quienes desempeñen un oficio- se ocultaba una guadaña liberticida dispuesta a segar el derecho de dos personas inteligentes a expresarse, a hablar.
La práctica de impedir hablar, de impedir exponer el pensamiento propio, se manifiesta también en nuestro país bajo una forma mucho más perversa: la de acallar con invectivas a quienes se atreven a proponer algo fuera de los límites que ha impuesto la extrema polarización política. Hoy en Chile pareciera que sólo se puede hablar desde un oficialismo rayano en el fanatismo o desde una oposición cercana al odio. Quien se atreva a buscar caminos propios será finalmente atacado por ambos extremos. Quien se atreva a levantar la voz para decir “hay una tercera interpretación”, “una tercera posibilidad”, probablemente será objeto de acusaciones tan diversas como crueles.
Una situación que experimentaron los diputados Andrés Jouannet, de Amarillos, y Miguel Ángel Calisto, de Demócratas, al dar lugar con sus votos a la aprobación de la indicación que permitía la aplicación de la Justicia Militar en casos de presuntos delitos perpetrados por militares en el cumplimiento de labores de orden público y seguridad, durante la discusión de la ley que reglamenta el uso de la fuerza (RUF). El episodio fue ampliamente ventilado por la prensa, que reprodujo las críticas a ambos diputados por no haberse sujetado a la actitud que se les suponía como herederos de la Concertación de Partidos por la Democracia. Habrían debido actuar, de acuerdo con esa crítica, desde un rincón de nuestro polarizado escenario político y rechazado una idea que “olía” a derechismo.
Pero Jouannet y Calisto no son de derecha ni de izquierda, se han declarado centristas y reformistas y por lo tanto las razones por las que apoyaron esa indicación debieron ser diferentes de las de la derecha y de la izquierda. ¿Existe esa tercera posición? ¿Es posible mirar el tema de la justicia militar desde una óptica diferente a aquella que nos divide en “pro militares” y “anti militares”? O, yendo más atrás, ¿en “prodictadura” o “antidictadura”? Yo creo que sí y me voy a atrever a mostrar una posibilidad.
En democracia corresponde a las Fuerzas Armadas la defensa de la nación ante amenazas externas y, con ese propósito, deben estar perfectamente entrenadas y equipadas. Esa misión está consagrada en la Constitución política de todo país democrático y, desde luego, también en el nuestro. Aceptamos, sin embargo, la posibilidad de excepciones a ese principio y se utiliza a las Fuerzas Armadas en acciones dentro del territorio nacional para enfrentar amenazas internas. La excepcionalidad de estas acciones refieren a la actuación de las Fuerzas Armadas en tareas que no son de defensa ante una agresión externa, pero no a la naturaleza mismas de las Fuerzas Armadas. Es decir, se las convoca a actuar internamente en su condición de fuerzas entrenadas y equipadas para la guerra, para actuar en contra de enemigos. De no ser necesarias esas capacidades, no se aplicaría la excepcionalidad, no se las convocaría y se utilizaría en su lugar a las policías, cuyas capacidades y entrenamiento son diferentes y están también contemplados en la Constitución y las Leyes.
Para ser claro: si, por ejemplo, información de inteligencia mueve al Estado a la decisión de utilizar a las Fuerzas Armadas para proteger infraestructura crítica de sabotajes terroristas, se debe aceptar que esos militares, armados y entrenados para ello, observarán a todo civil que se acerque a tales instalaciones como a un potencial enemigo, no como a un ciudadano transeúnte. De esa magnitud, con sus correspondientes consecuencias, es la decisión de utilizar a las Fuerzas Armadas en funciones de seguridad pública. Si no se desea esa actitud, no se les debe convocar.
Ahora bien, si esa decisión es finalmente tomada, el Estado debe proveer a sus Fuerzas Armadas de los soportes necesario para cumplir satisfactoriamente la función excepcional que les ha encomendado. No tendría sentido, sería inconducente e ineficaz, convocar a las Fuerzas Armadas pero sometidas a códigos que las desnaturalizarán, impidiéndoles actuar conforme a sus capacidades, entrenamiento y equipo.
Las acciones de guerra, en la que se actúa en contra de un enemigo, están sometidas a reglas y leyes de obligado cumplimiento por parte de las Fuerzas Armadas en todo el mundo. Pero son reglas y leyes especiales, enmarcadas en códigos militares, diferentes de las que deben aplicarse a las policías en tiempo de paz. Y en Chile están encuadrados en los códigos de la Justicia Militar. Que esa justicia está atrasada en su estructura y aún aplica modalidades que dejaron de utilizarse hace décadas por la Justicia Civil, es cierto; pero eso sólo obliga al Estado a superar ese atraso, no a usarlo como pretexto para no aplicar el instrumento cuando sea necesario. ¿Que los fiscales y jueces de la Justicia Militar pueden tener sesgos? También es posible, como es igualmente posible que los tengan jueces y fiscales de la Justicia Civil. Por ello es necesario que la Justicia, civil o militar, seleccione y vigile con extremo celo a quienes están encargados de hacer justicia, pero no impedir por ello que la justicia se haga.
En realidad, no existen argumentos lógicos que contradigan la idea de que si se convoca a los militares a que actúen haciendo aquello para lo que se los ha entrenado y equipado, sean juzgados por códigos propios de esa función en los casos que cometan delitos o faltas que están tipificados como tales en esos mismos códigos. Deben ser juzgados por la Justicia Militar.
La argumentación anterior es otra manera de observar el tema de la Justicia Militar en el caso que ahora ocupa al país. Esa lógica o una parecida puede haber sido la que inspiró a los diputados Jouannet y Calisto a actuar como lo hicieron. Sin embargo, ni esa lógica ni otra estuvieron presentes en la discusión. Sólo la voluntad de ver las cosas desde los extremos y de acallar voces que se salieron de los límites que impone esa polarización.
Ellos, por lo menos, alcanzaron a hablar, a decir algo. Quizás porque son diputados y quizás porque son consecuentes con sus ideas. Lamentablemente, hoy en día, no todos tienen la misma suerte. (El Líbero)
Álvaro Briones



