Aunque las noticias de cada día me confirman que es un error que el país no vaya a consagrar un régimen parlamentario, quisiera, dentro del marco fijado por la Comisión Experta, representar una falla que es necesario corregir.
La elección directa de Presidente condujo muchas veces a un presidencialismo de minoría, pues el electo obtenía el mayor número de sufragios, pero sin alcanzar una mayoría absoluta.
En la república del 25, la mitad de los jefes de Estado no llegaron al 50% más uno de los votos, lo que ocurrió con Gabriel González (40,1%); Carlos Ibáñez (46,8%); Jorge Alessandri (31,2%), y Salvador Allende (38,6%). Esta situación, en Chile y en distintos países, ha intentado ser remediada estableciendo el balotaje, esto es, una segunda vuelta en que compiten los dos candidatos que hayan obtenido las dos más altas votaciones. El mecanismo, siendo eficaz para forzar una mayoría absoluta en favor del Presidente electo, muestra, cada vez más, riesgos que obligan a una consideración más detenida.
La crítica más frecuente al mecanismo es decir que hay un “voto duro”, que es aquel que el candidato obtiene en la primera vuelta (que es convencido y leal), y otro, que es el que hace la diferencia para la victoria, que es “blando”, una opción de mal menor y, por tanto, volátil.
Pero lo grave es que el balotaje alimenta una proliferación de postulantes que aunque saben que no van a obtener la mayoría absoluta, podrán con una minoría de votos pasar a la segunda vuelta y ahí intentar triunfar captando los votos de los derrotados en la primera ronda.
El fenómeno puede ser bien descrito en el caso de Perú, donde en 2021 hubo 18 candidatos y pasaron al balotaje Castillo y Fujimori. Los peruanos fueron sometidos a un dilema atroz: o votar por un semianalfabeto de extrema izquierda, que en la primera ronda había alcanzado un 19% de los votos; o por una corrupta de extrema derecha, que logró el 11.
Guatemala es otro ejemplo, donde el cómico Jimmy Morales, en 2015, y Alejandro Giammathei, en 2019, que en la primera vuelta obtuvieron 24 y 14 por ciento, respectivamente, en el balotaje conquistaron la presidencia.
En Costa Rica, en la presidencial de 2022 hubo 25 postulantes y en definitiva se quedó con la presidencia un candidato que en la primera vuelta había obtenido el 17 por ciento de los votos.
En Chile, estamos lejos de esos niveles, pero con una tendencia preocupante. A partir de 2013 el número de candidatos presidenciales saltó de cuatro a ocho y el umbral para pasar a la segunda vuelta ha descendido siendo de 22,70% en 2017 (la votación de Guillier), y en 2021, de 25,8 por ciento (la de Boric). De continuar esta tendencia, es probable que la segunda vuelta en 2025 se dé entre dos candidatos cuyas votaciones, sumadas, no alcancen un 50% de la masa electoral. Los riesgos de acercarnos a una situación similar a las de Perú o Guatemala, aunque distantes, no son descartables, especialmente cuando hace un año un candidato sin programa, sin pisar el territorio nacional, sin organizar un solo acto de campaña, ni participar en foro alguno, sacó más votos que la candidata de la ex-Concertación y, también, del abanderado de los partidos de derecha.
Cada vez más las estrategias electorales se centrarán en dos momentos: uno, ganar el derecho a pasar al balotaje; y dos, apostar a una segunda vuelta donde el voto no es fruto de una adhesión racional, sino del miedo y el rechazo a una propuesta presentada como más nefasta.
La mejor forma de elegir al gobernante es un asunto debatible. Tanto presidencialismo como parlamentarismo permiten la emergencia de líderes nacionales y la personalización de la política. En ambos sistemas el elector, directa o indirectamente, indica su preferencia para jefe de Estado. Pero en años recientes se ha hecho más evidente que, en el marco de una fragmentación de partidos y una proliferación de candidatos presidenciales, se ha abierto una oportunidad para grupos antisistema, aventureros, candidatos sin trayectoria (ni programas ni equipos conocidos) que saben que nunca obtendrán una mayoría absoluta, pero sí, a partir de un 15 o 25% obtenido en la primera ronda, que podrían ganar en la segunda.
¿Qué se propone como corrección? Algo simple; que si en la primera vuelta la suma de las dos primeras mayorías no alcanza el 50% de los votos, se agregue la siguiente minoría relativa como una tercera opción en el balotaje. (El Mercurio)
Genaro Arriagada



