Pactos electorales: la trampa invisible

    Pactos electorales: la trampa invisible

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    Hay una pregunta incómoda que casi nunca se le hace al sistema electoral chileno: cuando usted marca su preferencia en la papeleta, ¿realmente sabe a quién está ayudando a elegir? Tratándose de elecciones parlamentarias, la respuesta es menos obvia de lo que parece y buena parte de la explicación está en los pactos electorales.

    En teoría, los pactos son una cooperación razonable. Dos o más partidos se juntan, presentan una lista común y suman sus votos para competir mejor en cada distrito. Luego, los escaños de esa lista se reparten entre las candidaturas de los partidos que la integran. Hasta ahí, nada demasiado dramático. Pero cuando se examinan con detalle los resultados de la elección del 16 de noviembre, la historia cambia.

    Con los resultados preliminares es posible comparar tres fotografías de la misma elección. La primera es la real: cuántos diputados obtuvo cada partido bajo el sistema vigente, con pactos. La segunda es una simulación sin pactos: cuántos escaños habría obtenido cada partido si hubiera competido solo, sin colgarse de nadie. La tercera es una referencia puramente proporcional: los escaños que le corresponderían a cada colectividad si todo Chile fuera un solo distrito nacional de 155 diputados.

    Al poner estas tres fotos lado a lado y calcular, partido por partido, cuántos escaños gana o pierde por la existencia de pactos, el resultado es claro: los pactos no son una regla neutra, sino una máquina redistribuidora de representación.

    Entre los ganadores, el cuadro es elocuente. El Partido Republicano pasa, en la simulación sin pactos, de 31 a 27 diputados en la realidad. La UDI baja de 18 a 15. El Frente Amplio, de 17 a 13. El Partido Comunista, de 11 a 7. A ellos se suman el PS, el PPD, la Federación Regionalista Verde Social y otros partidos más pequeños, todos con un “bono” de escaños gracias a la ingeniería de pactos.

    ¿Qué tienen en común? Que forman parte de bloques amplios y bien ordenados, capaces de sumar votos de varios partidos en un mismo distrito y transformar los “restos” que cada uno deja en escaños adicionales para alguno de ellos. La suma de los votos de todos los socios del pacto vale más que el esfuerzo individual de cada partido que decide ir por cuenta propia.

    Al otro lado están los perdedores. El caso más dramático es el del Partido de la Gente. Según la simulación sin pactos, habría obtenido 25 escaños; en la realidad, con los pactos funcionando a toda máquina, consiguió solo 14. Es decir, pierde 11 diputados en el altar de las alianzas ajenas. Su votación nacional equivaldría, en un distrito único proporcional, a unos 18 o 19 escaños. Ni en ese escenario teórico ni en la simulación distrital sin pactos termina tan subrepresentado como en el sistema real. Es una muestra de lo castigado que resulta un partido al no insertarse en algún pacto dominante.

    Algo parecido ocurre con Amarillos por Chile, que pasa de 2 diputados potenciales a 0, y con otras fuerzas menores –ecologistas, humanistas, liberales, independientes– que verían incrementada su representación si no existieran pactos. Dicho brutalmente: cada vez que un partido decide competir solo, devuelve escaños a los bloques que mejor han aprendido a usar la calculadora electoral.

    La Democracia Cristiana es un caso particular. Es un partido que, en términos de escaños, prácticamente no se beneficia con los pactos. Las simulaciones muestran números similares dentro o fuera de ellos. Pero no puede quedar al margen mientras los demás pactan, porque eso la arriesga a la irrelevancia.

    Ese dilema ya existía hace más de cincuenta años, cuando en 1973 una reinterpretación de la norma permitió estos pactos. En un discurso de abril de ese año, Radomiro Tomic los definió como un “esquema ilegal e hipócrita”. Entonces la DC pactó con la derecha, que salió beneficiada; hoy, al hacerlo con la izquierda, vuelve a ocurrir lo mismo, pero hacia el otro lado. Los partidos que la ciudadanía ubica en el centro político no se benefician, pero sí lo hacen los que pactan con ellos.

    Todo esto no es una curiosidad estadística. Tiene consecuencias políticas profundas. Primero, porque distorsiona el principio básico de la representación: escaños y votos deben guardar una relación razonable. Segundo, porque hace el sistema opaco para la ciudadanía. Muy pocos electores saben que su voto puede valer menos –no en términos morales, sino en términos de escaños– simplemente porque el partido que prefieren no se colgó de un pacto grande. Y tercero, porque refuerza una lógica que varios constitucionalistas han descrito como “cartelización” de los partidos. Las reglas premian a quienes dominan la “sala de máquinas” del sistema electoral y castigan a quienes intentan competir con una marca nueva.

    No es casual que en el mundo académico haya crecido el escepticismo frente a los pactos. Estudios del Centro de Estudios Públicos han planteado que, antes de inventar nuevos umbrales o fórmulas exóticas, habría que preguntarse seriamente si tiene sentido mantenerlos. Varios abogados constitucionalistas han propuesto derechamente prohibirlos, de modo que cada partido se presente “de frente” al electorado, como ocurre en la mayoría de las democracias parlamentarias consolidadas.

    Desde la ciencia política, la crítica coincide, aunque con distinto énfasis. El problema chileno no sería solo la cantidad de partidos, sino la atomización y la personalización extrema. El actual sistema de listas abiertas, combinado con pactos y facilidades para crear partidos, produce un Congreso lleno de figuras individuales, con partidos débiles y disciplina frágil. De ahí la propuesta de cerrar listas y, al mismo tiempo, eliminar pactos, para que la competencia vuelva a ser entre proyectos colectivos y no entre marcas publicitarias de temporada.

    ¿Significa todo esto que basta con derogar los pactos y listo? No. Una reforma responsable al sistema electoral y de partidos tiene que ser integral. Exigir más a quienes quieren formar un partido, regular el transfuguismo, asegurar que las coaliciones que gobiernan tengan una base parlamentaria estable. Pero si uno toma en serio los números de la elección de 2025, hay una conclusión difícil de eludir: los pactos electorales ya no son parte de la solución, son parte del problema.

    Tal vez ha llegado el momento de admitir que esta “astucia”, que alguna vez sirvió para abrir espacios en el viejo sistema binominal, terminó convertida en un laberinto que pocos entienden y que, en la práctica, redistribuye silenciosamente poder entre partidos. Si queremos que el voto de cada ciudadano cuente de manera más transparente, la discusión debiera empezar a incluir, sin complejos, una pregunta directa: ¿no será hora de decirles adiós a los pactos electorales? (El Mostrador)

    Carlos Mladinic