Las elecciones en Argentina el pasado 8 de octubre causaron una sorpresa; se suponía que era la hora de esta nueva derecha, un ejemplo para la zona. Por estos pagos, y en casi toda nuestra América, lo que se evidencia es la tentación infantil de la política latinoamericana y sus dirigentes de saludar cualquier giro de la rueda de la fortuna hacia la izquierda o derecha como un cambio de era, el anuncio de una etapa gloriosa de la vida de la región.
En casi todas partes donde existe democracia de verdad existen oscilaciones entre derecha e izquierda. En nuestros países sudamericanos esto se ve muy marcado —salvo en “democracias distintas”, como Cuba— y parece ser su condición más propia. Se arropan con una retórica encendida que presenta cada cambio de coalición o polo político como refundación, aunque esto tan repetidamente no signifique nada. Es una de las causas del rápido desencanto y caída en las encuestas de los mandatarios o coaliciones que se atienen a las reglas del juego y al espíritu de los sistemas democráticos.
En el caso de Milei, la democracia argentina le puso hasta cierto punto cotos a sus afanes de populismo radicalizado y polarizador; lo mismo hizo con el kirchnerismo en sus buenos tiempos, cuando parecía que su aspiración era seguir la estela del chavismo, aunque el país no escapó a la condena de estar siempre al borde de una crisis. En Brasil llegó una derecha radicalizada para ser seguida de nuevo por Lula. No siempre las “olas” de derecha o izquierda han seguido una secuencia pareja en el continente, aunque en los países andinos ahora hay fenómenos políticos con alguna similitud entre ellos. Las olas de derechas tienen menos duración que las de izquierda.
Ello, en gran medida, por un tema de economía política. En la mayoría de los casos, a las derechas les toca dar las malas noticias, y se convierten en el pato de la boda porque deben ofrecer un remedio amargo: el ajuste. Milei fue electo ante el ambiente de fin de mundo de la economía, comenzando por la inflación. Toda puesta en vereda de una situación económica implica que las cosas van peor al comienzo, antes que la población perciba la mejoría. Es un período que no coincide con los tiempos electorales, y no pocos proyectos de reforma y ordenamiento naufragan en este punto. Hay excepciones. En una primera fase de los tiempos de Menem, este recibió apoyo electoral a pesar de que no se divisaba alivio alguno; después las cosas parecían mejorar, hasta que comenzó el colapso que le explotó a De la Rúa. En EE.UU., Reagan, y sobre todo la Reserva Federal, impusieron una férrea estrategia antiinflacionaria; su consecuencia fue una recesión que afectó los primeros dos años de su administración, eso sí con reducción de la inflación, y luego vendría una década de crecimiento. Entre medio, en 1982, las elecciones al Congreso fueron un relativo respaldo al republicano. Lo mismo Margaret Thatcher al comienzo, ayudada por la guerra de las Malvinas en 1982. Estas situaciones se pueden saldar con bonanzas relámpago, como el superciclo de las materias primas hasta el 2013, que parecía obrar milagros en Venezuela, Bolivia, Argentina (en nuestra propia historia hemos tenido situaciones similares). Cuando llegó el momento de la verdad, los ajustes podrían ser muy dolorosos, como en Chile en 1975 y a partir de 1981.
Aquí se tiene escasa paciencia, de ahí estas oscilaciones cuando no se tiene el cimiento de los países desarrollados. Se ensaya una y otra fórmula en proceso sin aparente fin. El dilema continuará vigente en nuestro Chile aunque exista un cambio político. En la democracia los tiempos políticos no coinciden con los tiempos económicos. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois



