Orfandad

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No le es exclusivo, pero en la izquierda es más acentuado: se siente más arropada cuando cree formar parte de una corriente universal que aspira a promover la liberación humana. No se puede desconocer, por ejemplo, la influencia del franquismo en la derecha chilena del siglo pasado; o del thatcherismo en su reconversión al neoliberalismo; o del discurso “alt-right” estadounidense en su postura actual; pero en el caso de la izquierda chilena el alineamiento ha sido más marcado.

El Partido Comunista adhirió a la Internacional Comunista en 1922, una década después de su fundación: de ahí jamás se ha movido, a pesar de que la patria de Lenin y Stalin estalló por los aires y en el mundo quedan del comunismo más museos que militantes. El Partido Socialista se formó en 1933, en parte como cobijo de una izquierda que no quería sacar paraguas cuando llovía en Moscú. Desde su origen, sin embargo, tuvo el deseo de fundirse con otras corrientes similares que brotaban por entonces en la “gran patria Latinoamericana”. El estrecho acercamiento de algunas de sus fracciones a la Cuba revolucionaria respondía a esta vocación originaria, lo que entró en conflicto con las que preferían aproximarse a la Internacional Socialdemócrata. Grupos ulteriores, como el MIR y el MAPU, surgieron también ligados a las corrientes de pensamiento que nutrieron las rebeliones estudiantiles de fines de los sesenta en Europa y Estados Unidos, entre ellas el maoísmo.

La sobrevivencia de la izquierda tras el golpe de 1973 —no solo política: también humana— fue posible por la solidaridad de las Internacionales Comunista y Socialista, así como Cuba. La experiencia del exilio profundizó el espíritu internacionalista, al punto que muchos militantes devolvieron la mano sumándose a luchas de liberación en África y Nicaragua.

Procesos como la “renovación socialista” en los años ochenta, que acercó a esta corriente a la democracia y al mercado, no se explican sin tener en cuenta lo que pasaba en la izquierda en el mundo. La crítica al totalitarismo, la disidencia de los países socialistas, el “pacto histórico” con los democratacristianos de Berlinguer y el “eurocomunismo”, la transición española dentro de la OTAN y Europa, encarnada por Felipe González: todas estas fueron lecciones y referentes que marcaron a fuego a la izquierda chilena. La unión con la Democracia Cristiana para derrotar pacíficamente a Pinochet en 1988, así como su participación por varios lustros en un gobierno de coalición, se fundaron en esas enseñanzas. Más tarde, la “tercera vía” de Anthony Giddens y Tony Blair fue otra poderosa fuente de inspiración, especialmente para el “laguismo”.

Pues bien, de todo eso no queda nada. Moscú y Pekín están volcados a restaurar sus viejos imperios. El otrora poderoso “bloque socialista” se evaporó como un suspiro. En Francia e Italia los partidos socialista y comunista simplemente se extinguieron. La izquierda europea ha buscado mimetizarse con nuevas corrientes como el feminismo y el ecologismo, pero estas no la necesitan, y con las epidemias, las guerras y sus propios excesos ellas han perdido tracción. La socialdemocracia aún gobierna en Alemania, España y algunos países nórdicos, pero haciendo contorsiones y sin una propuesta global. De la izquierda estadounidense ni hablar: está zambullida en la defensa de las identidades y las guerras culturales.

En América Latina el panorama es aún más desolador. La revolución cubana es una reliquia. El sandinismo derivó en un nuevo Somoza. La “revolución bolivariana” no es fuente de sueños, sino de migrantes. AMLO, Petro y Fernández son como el club de la pelea. Y a Lula le basta (y sobra) con Brasil.

Se vio en la reciente Cumbre Iberoamericana: el proyecto de Boric, el de una nueva izquierda que asume los retos de este siglo a partir del respeto irrestricto de la democracia y los derechos humanos dentro y fuera de sus fronteras, está irremediablemente solo. Tal vez sea una oportunidad. (El Mercurio)

Eugenio Tironi