Nuestra clase media

Nuestra clase media

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Un buen ejemplo de lo aturdidos que estamos en Chile es que, a pesar de que desde hace rato se supone que venimos siendo un país de clase media, no tenemos claro qué significa ello. Según estimaciones, la clase media de mediados del siglo pasado habría ascendido a un quinto de la población. En los últimos quince años, en cambio, nos habríamos pegado un salto a más o menos la mitad de los chilenos.

Por cierto, las estadísticas no son sino promedios comparativos, lo que se presta para confusiones. En los años 50 y 60 hablar de clase media era muy distinto a lo que hoy entendemos por este concepto. Ese 15% a 20% podrá haber sido bajo (en Uruguay, país con clara “vocación de clase media”, era un 60%), pero no por eso resultaba insignificante. El 90% de nuestros profesionales en esa época provenía de dicho sector. Obviamente nada que ver con lo de hoy en que se califica de clase media a una familia que percibe menos de 1 millón de pesos mensuales.

A lo que voy es que cualquiera definición de esta clase debiera atender a constantes y contenidos, a variables más cualitativas que cuantitativas. Lo otro, como en el caso de las actuales clasificaciones (el mes pasado se difundió un nuevo desglose de categorías de marketing: A, B1, B2, C1a, C1b, C2, C3, D, E1 y E2), no sirve de mucho salvo medir consumo. No retrata nuestra actual estratificación social, tampoco explica a esta clase en tanto sujeto histórico.

Lo que llora a mares son estudios que versen sobre este mundo social que, desde bien atrás, viene adhiriendo a una serie de valores que, en el fondo, lo distingue. En concreto, poseer medios adecuados (un trabajo seguro), altos niveles de educación (además de calidad) que, a su vez, le permita a quienes sin ser ricos, saberse prósperos. En otras palabras, poder darse lujos no efímeros y sentirse suficientemente seguros a fin de costear un estándar de vida digno y prolongado (hasta la vejez), alcanzado gracias a la valoración del trabajo honesto, el ahorro, y el consiguente premio al esfuerzo. Esa la auténtica clase media a la que debiéramos erigir en modelo, entre otras razones porque gente de esa solidez destaca por el orgullo que se tiene a sí misma lo que, a su vez, la lleva a respetar las instituciones que la promueven.

Es lo que A. de Tocqueville llamaba “formas” o maneras de ser, cuando escribía: “Los hombres que viven en sociedades democráticas no comprenden fácilmente la utilidad de las formas: sienten un desprecio instintivo por ellas… Puesto que aspiran comúnmente a ninguna de ellas, sino a fáciles y actuales gratificaciones, se precipitan hacia el objeto de sus deseos, y el más mínimo retardo los exaspera… En las aristocracias la observancia de las formas era supersticiosa: entre nosotros debieran guardarse con deliberada e ilustrada deferencia”. Esa, no otra, la virtud de una clase media que tanta falta hace, sea que no se la fomenta, o bien, a quienes se dicen pertenecer a ella no siempre les acompaña lo que le es crucial para que de veras lo sean.

 

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