El viernes 28 de noviembre de 2025 entra en los anales de la historia eclesial como un día de ruptura simbólica y reconfiguración. El Papa León XIV, en su primera gira internacional, aterriza en İznik —la antigua Nicea— para conmemorar el 1.700º aniversario del primer concilio ecuménico celebrado en 325 d.C. en ese mismo sitio.
Sobre las ruinas de la basílica asociada históricamente al concilio (hoy al descubierto tras el descenso del nivel del lago de İznik) se reúne con liderazgos de distintas confesiones cristianas: ortodoxos encabezados por Bartolomeo I (Patriarca Ecuménico de Constantinopla), así como representantes de iglesias orientales y otras tradiciones cristianas.
Allí pronuncian una oración ecuménica conjunta, recitan el Credo Niceno y hacen una declaración de unidad, rechazando décadas (y siglos) de divisiones institucionales, disputas doctrinales y rivalidades jurisdiccionales entre iglesias. En la oración ecuménica conjunta liderada por León XIV se omitió deliberadamente la cláusula conocida como “filioque”, la frase latina agregada al Credo que dice que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”. Esa cláusula es rechazada por las iglesias ortodoxas, ya que no formaba parte del credo original de Nicea.
Este silencio no es neutro: la omisión del “filioque” implica pasar por alto una de las causas más estructurales del cisma entre Iglesia occidental (católica romana) e iglesias orientales. Es una suavización simbólica mediante la cual se pretende reconstruir la unidad antigua, pero sin reconocer las razones históricas reales de la ruptura. Al omitir esa tensión, se presupone que la división histórica es superable, como si bastara con regresar al Credo primigenio. Pero eso deja sin atender siglos de teología, de historia doctrinal, de identidades eclesiales propias.
En su discurso, el Papa convoca a la reconciliación de los cristianos, advierte contra la utilización de la religión como instrumento de violencia (más bien una posible continuidad crítica contra el islam siguiendo a Benedicto XVI que declaró al islam una religión de guerra), y afirma la necesidad de testimoniar la fe cristiana desde una “casa común” más allá de las fronteras confesionales.
Este acto —la primera visita de un Papa al lugar original de Nicea, en un contexto ecuménico auténtico— marca un hito, pues no se trata de una conmemoración nostálgica, sino de una reconstitución simbólica del pasado cristiano como fundamento para una nueva proyección de cristiandad global.
Nicea o el origen común
Para comprender el peso simbólico del gesto, es necesario retrotraerse al 20 de mayo de 325 d.C., fecha en que se abrió el Primer Concilio de Nicea, convocado por el emperador Constantino I, con la participación de aproximadamente 300 obispos de todo el Imperio (este y oeste), bajo la presidencia del obispo Osio de Córdoba.
El concilio abordó la crisis arriana —que negaba la divinidad plena de Cristo— y definió que el Hijo es “de la misma sustancia” (homoousios) que el Padre, afirmando por vez primera una tesis que conduciría a la Trinidad. Ese resultado se plasmó en el Credo Niceno, que se convirtió en el símbolo doctrinal uniforme para la cristiandad.
Nicea no solo resolvió una controversia teológica: instauró un referente de unidad doctrinal universal entre cristianos, antes de que las grandes divisiones —cismas, rupturas doctrinales o filiaciones jurisdiccionales— surgieran. En aquel momento, “cristiano” significaba pertenecer a una fe común, no a una denominación separada.
Es decir, León XIV está mostrando que está dispuesto a retrotraerse a épocas en las que no habían fisuras entre cristianos, se busca una reunión previa a cualquier conflicto. Pero va más allá: en Nicea no estuvo el papa. El representante de lo que hoy llamamos “occidente” no era el papa de Roma, sino el emperador.
El papa actual acepta dar gran relevancia a la conmemoración de un hito teológico y político de importancia en donde no hubo papa presente.
Es un gesto de humildad política.
Para muchos teólogos e historiadores, Nicea representa el momento fundacional de la cristiandad como civilización global, de una “oikoumené” compartida.
La crisis de la centralidad romana
Durante siglos, Roma se constituyó en centro institucional, teológico y jurisdiccional del cristianismo occidental. La primacía papal, la sucesión del líder de la cristiandad, la estructura clerical romana, el canon, la liturgia latinocéntrica consolidaron al papado como eje hegemónico en tanto influencia doctrinal y política. Pero además era el fundamento de modelos de sociedad, de la relación con la verdad, con la moral y con la belleza. El imperio romano de occidente cayó hace mucho, pero el efluvio político y metafísico de Roma se mantuvo fuerte por siglos.
Pero eso está terminando. En el mundo contemporáneo esta hegemonía se encuentra seriamente erosionada: el cristianismo global se desvía cada vez más hacia el Sur y el Este, con iglesias pentecostales, ortodoxas orientales, comunidades de base en África, Asia, América Latina. Europa pierde peso. Dos papas americanos lo refrendan. Y es que la secularización en Europa y Occidente erosiona la fuerza cultural del catolicismo romano; sometido además a crisis de liderazgos y la pérdida de credibilidad institucional por los abusos al interior de la Iglesia.
Ese conjunto de transformaciones ha cuestionado la capacidad de Roma para seguir actuando como centro universal. La diversificación confesional, la emergencia de iglesias autónomas, y la volatilidad social ponen en duda la efectividad de un modelo centralizado de autoridad.
En ese contexto, cualquier intento de rearticular la universalidad cristiana requiere —como mínimo— un gesto simbólico de descentramiento, una relectura del origen común que precede las divisiones.
El gesto es una secuencia extraordinaria de mensajes e implícitos.
Desde hace dos mil años, el poder occidental ha girado en torno a un mismo eje geográfico, cultural y estratégico. Ese eje nació en Roma, esto es, nació en un imperio que no solo sometió territorios, sino que inventó una geopolítica del mundo. Para Roma, el poder se definía por el control del Mediterráneo y sus accesos. El Mare Nostrum no era un mar. Más bien, era el centro del universo.
Cuando el imperio cayó, esa arquitectura de poder no cayó con él. La dominación específica se desplomó, pero el poder seguía allí, cambiando de manos.
Primero fue Bizancio, heredando los estrechos vitales del Bósforo y el Dardanelos; luego el cristianismo latino, que alzó la cruz donde antes flameó el águila. Y finalmente, los Estados nacionales europeos continuaron la misma obsesión: dominar las fronteras romanas, las zonas donde Oriente y Occidente chocan, se mezclan, se temen. Sí, una obsesión, la misma por los siglos de los siglos.
Y así tuvimos la marcha de Napoleón hacia Egipto para controlar la llave del Mediterráneo. Y así tuvimos a Hitler delirando con la conquista de la estepa rusa para crear un imperio europeo definitivo, buscando asegurar el corredor histórico que siempre amenazó a Europa desde el Este.
Tras 1945, surgió un nuevo actor.
Un heredero que ni Roma ni Bizancio pudieron imaginar: Estados Unidos.
Él asumió el rol de sheriff global, pero su novedad brillaba con la vieja luz romana, una luz que era la misma misión: defender la civilización occidental y los límites de su espacio imperial histórico.
La OTAN fue su legión.
¿Y hacia dónde marcharon esas legiones modernas?
Hacia los mismos puntos neurálgicos que angustiaran a los cónsules y emperadores: Irak no es aleatorio, pues es la antigua frontera con Persia. Siria y el Líbano no son capricho, son la franja del Levante romano. Egipto vuelve una y otra vez a la historia del poder. El Mar Negro y el Cáucaso siguen siendo la línea roja frente al Este.
Nada ha cambiado.
Cambiaron los trajes, el mapa es el mismo.
No es raro que el Vaticano lea de este modo el proceso.
Occidente aún se piensa como una Roma aggiornada, con su relato de misión universalista, antes civilizadora, luego cristiana, hoy democrática-liberal. Pero la pulsión imperial permanece. El mensaje es claro: nosotros somos la norma del mundo.
Sin embargo…algo se ha roto.
Europa envejece. No tiene rol. O es un jubilado.
Estados Unidos ya no se reconoce a sí mismo en su misión. Confuso y endeudado. Viejo siendo joven.
La fe que dio base simbólica al proyecto occidental está en ruinas culturales, especialmente en su cuna histórica: la Tierra Santa se disputa sin cristianismo. No hay cruzada posible, ni siquiera para perder. En Palestina han caído los cristianos hasta ser el 1%. Judíos y musulmanes disputan la Tierra Santa. El corazón geopolítico sigue siendo romano, pero ya no late al ritmo de la cristiandad que lo justificaba.
Es aquí donde nace la osadía de León XIV.
Geopolítica: El Papa sale de Roma
Es en este escenario que el papa León XIV realiza su visita a İznik. Pero no como mero acto de memoria histórica. Su propuesta es mucho más ambiciosa. Se trata de una reapropiación del origen común para reconstruir una “cristiandad universal” policéntrica.
Al rezar junto a patriarcas ortodoxos y líderes de otras confesiones, sobre las ruinas de la antigua basílica, pronunciar el Credo Niceno y pedir la reconciliación, León XIV no reivindica la primacía de Roma, sino la primacía de la comunión.
Este gesto tiene varios sentidos simultáneos: desmontar la pretensión de hegemonía jurisdiccional de Roma; reconocer la diversidad confesional como parte legítima del cuerpo cristiano; volver a la matriz del propio nombre de la cristiandad cuando “katholikós” usaba ese nombre para referir a la universalidad.
León XIV sale de la discusión del celibato, de las mujeres en el sacerdocio. Y sale de la discusión de los abusos. Se pregunta si la cristiandad tiene un rol con un occidente en decadencia. Y al igual que Agustín, quien dijo ante la caída de Roma que la cristiandad no dependía de Roma; León XIV presenta la cristiandad como una estructura no necesariamente romanocéntrica, sino como comunidad global plural, dialogante y sinodal.
En términos teológicos, es una mutación radical: pasar de un modelo vertical-imperial a un modelo horizontal-ecuménico, de obediencia institucional a comunión de fe.
León XIV ha salido de Roma, pero no para protegerse, no para huir de una crisis. Sale de Roma para reconstruir la cristiandad. El conflicto histórico interno, cada vez más intenso; debe cesar (plantea) porque el islam arrecia.
Con su visita a Turquía —puente entre Oriente y Occidente, entre Cristianismo e Islam—, León XIV reconstruye simbólicamente una “casa común cristiana” justo en un territorio que ya no le pertenece en demografía ni en poder. El mensaje es civilizatorio: la cristiandad como bloque espiritual global, capaz de dialogar con otras tradiciones, pero sin renunciar a su universalidad.
El acto —por tanto— no es solo eclesial, sino geopolítico, ya que propone una reconfiguración del mapa religioso mundial en clave cristiana universal, superando rupturas históricas, cismas, divisiones confesionales y nacionalismos identitarios.
¿Y la osadía trae riesgos?
Este proyecto simbólico, precisamente por lo audaz, arrastra tensiones y peligros: algunas iglesias ortodoxas no participan, ya que hay divisiones internas y conflictos jurisdiccionales no resueltos. La unidad proclamada puede ser más simbólica que real. Pero hay también incomodidad en Roma, naturalmente. Sectores del catolicismo romano tradicional ven con recelo una “descentralización” del primado. Pero hay un asunto problemático más grande: la fragilidad demográfica creciente de la cristiandad.
El gesto de León XIV en İznik no puede interpretarse como un acto menor, conmemorativo o puramente litúrgico. Es —en su profundidad— una operación semiótica y estratégica: reconocer que el modelo romano ya no garantiza la universalidad cristiana y que la Iglesia ya no puede sostener su identidad como centro hegemónico; añadiendo que la supervivencia de la cristiandad requiere un retorno a su origen común y una reconfiguración en clave ecuménica, policéntrica, dialogante.
La tesis central parece ser que la cristiandad global hoy necesita salir simbólicamente de Roma para reconstruir su universalidad. El acto de León XIV en İznik representa esa salida consciente y fundacional.
Es una apuesta, la más arriesgada siglos.
León XIV mete la mano en la rueda de la historia, marcando la época de cambios doctrinales, como ya viene ocurriendo desde Benedicto XVI (que innovó renunciando al papado) y que luego tuvo novedades importantes con Francisco I quien en 2022 publicó la constitución apostólica Praedicate Evangelium, que reorganiza radicalmente la administración de la Iglesia redefiniendo los departamentos del Vaticano dándoles igualdad jurídica.
León continúa innovando, tratando de patear el tablero de un mundo cuyas dinámicas presionan a occidente y a la cristiandad. Por tanto, el viaje a İznik no es una curiosidad diplomática, ni un guiño nostálgico a los orígenes. Es un gesto fundacional para una nueva cristiandad. Es un intento de refundar la comunión cristiana sobre la base original de la fe, no sobre la autoridad heredada de Roma.
Si la Iglesia —en su liderazgo actual— tiene la claridad histórica, teológica y estratégica para sostener esta apuesta, podríamos estar asistiendo al nacimiento de una nueva tesis eclesial, donde la universalidad cristiana se reconstruya desde la pluralidad y no desde la hegemonía romana.
¿Está Roma dispuesta a cuestionar su propio primado para fortalecer el proyecto general ante el asedio islámico?
El gesto del Papa es muy interesante. El Concilio de Nicea (325) definió la identidad cristiana en clave trinitaria y universal. Ese momento históricamente antecede a las grandes rupturas, como la ocurrida poco después con las Iglesias orientales (451), como el Cisma Oriente-Occidente (1054) y como fue la Reforma protestante (siglo XVI).
Por ello Nicea funcionaría como mito de origen común. Retomar Nicea no significa arqueología doctrinal, sino la reconstrucción de una matriz teológica compartida como base para el futuro.
¿Es posible? Está lejos. ¿Ha nacido la idea de la estrategia o de la desesperación? No lo sabemos. Pero es quizás la jugada geopolítica más interesante en largo tiempo. (Bio Bio)
Alberto Mayol



