Migraciones

Migraciones

Compartir

Por milenios estuvieron asociadas a grandes movimientos poblacionales, violentos o no. En el XIX aparecieron las migraciones de la modernidad buscando nuevos horizontes para escapar de las garras de la pobreza, hasta entonces de límites infranqueables en toda la historia. Se ha conjeturado que en el XIX la gran migración hacia América del Norte fue una de las causas del aflojamiento de las tendencias revolucionarias en el Viejo Continente.

Las migraciones legales o ilegales, en general pacíficas, en los últimos 50 años se convirtieron en una verdadera marea. Adquirieron todavía más fuerza tras el fin de la Guerra Fría, y devinieron en catarata, afectando sobre todo las fronteras del sur de Europa y de EE.UU. Así el tema surgió como tópico central y apasionado en la política de los países afectados por esta oleada. Entre la segunda y la tercera década de este siglo, arribó a nuestro país y el problema, por tantas razones, no nos abandonará fácilmente. El ímpetu por emigrar, cuando no procede de auténtica persecución y violencia política, sino de causas socioeconómicas, ¿constituye un derecho a todo trance, al que se debe acceder incondicionalmente? No me parece. ¿Por qué?

Los traslados masivos de poblaciones son parte de la historia humana y es probable que siempre vaya a ser así. Otra cosa es idealizarlos y endiosarlos. Muchas veces llevaron a la destrucción y hasta el exterminio de sociedades enteras. Conocemos las eternas (y a veces pegajosas) controversias por la conquista de América. Y está su otra cara, los países no son compartimentos estancos y en principio no se pueden ni deben prohibir (con cortinas de hierro o muros, estos últimos cuando encarcelan a su propia población); es parte del dinamismo de las civilizaciones.

Hay que recordar algunas realidades. Primero, en un mundo más ocupado y cuadriculado de inicios del tercer milenio, el límite debe establecerse entre migración legal y la ilegal; de otro modo, se erosiona con rapidez el Estado de derecho. Segundo, las migraciones han sido fecundas cuando aportan por medio del esfuerzo y laboriosidad, siendo en cantidades que pueden ser absorbidas, digeridas; y que la nueva minoría adquiera el estilo (o cultura) de la sociedad que las acoge. De todas maneras, van a su vez a poder traspasar su patrimonio de trabajo y costumbres al país de recepción, y así ha sido donde se han probado exitosas. El arribo abrupto de grandes masas humanas, sobre todo animadas de convicciones que chocan radicalmente con las del país de inmigración, que es el caso de las minorías islámicas en Europa Occidental, no solo frustra la integración, sino que degrada el tejido social y político de las sociedades abiertas. Así como nadie emigró jamás a un país marxista, el movimiento se produce desde países de pobre estructura en la economía y sociedad modernas a los países más desarrollados, generalmente democracias (hay excepciones como los emiratos y Arabia Saudita); incluso Japón, reacio a aceptarla, ha visto modificarse esta situación. Son países con anemia demográfica y una inmigración con escaso interés o incentivo de adaptación cultural, que muerde la mano que los alimenta, pasaporte infalible al desastre.

Tercero, casi todas las migraciones masivas proceden de países en crisis, Estados fallidos, de violencia desatada, o con pobreza e inestabilidad, de avara capacidad de autogobernarse. Se trata del perenne enigma de cómo criar el talento, en apariencias escaso, de organizar civilizadamente la arquitectura política de la sociedad humana, que en las grandes civilizaciones se discurre desde que se desarrolla el pensamiento acerca del orden social. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois