¿Asistió el diputado Miguel Crispi, que ahora pide más censuras, a la exposición del Museo Histórico Nacional? ¿Lo hizo la ministra? ¿Entienden quienes pidieron la cabeza del director del museo el contexto en el que se exponían los dichos de Pinochet? ¿Alguien piensa sinceramente que el director del museo y el equipo detrás de la exposición eran una especie de organización pinochetista? ¿Nadie piensa que la foto que la inquisición virtual consideró prueba suficiente para juzgar a ese equipo de trabajo está sacada de su contexto, y que dejar abierta la posibilidad de esa descontextualización es, a lo más, un simple error curatorial?
Hay una locura sacrificial creciendo en Chile. Un deseo perverso por reivindicar la pureza propia -y de «purificar» la sociedad- ofreciendo chivos expiatorios a los vengativos y arbitrarios dioses de la corrección política. Una confusión entre justicia y venganza, que no distingue planos, grados, pruebas, procedimientos ni contextos. Y quienes le agachan el moño acríticamente hoy a esta ola que crece, mañana serán muy posiblemente tragados por ella.
Las dictaduras son, entre otras cosas, una cultura política de la delación, la mediocridad, el miedo y la censura. El triunfo contra ellas no es esconder las fotos de los dictadores, sino liberarse de ese, en palabras de Unamuno, «maridaje de la mentalidad de cuartel con la de la sacristía». Y vaya que estamos cada vez más lejos de esa libertad. Pinochet será innombrable, pero el pinochetismo cultural se ha vuelto ubicuo. (El Mercurio-Cartas)
Pablo Ortúzar Madrid
Investigador
Instituto de Estudios de la Sociedad (IES)



