Un libro de reciente aparición en español —“Populismo”, de Cristóbal Rovira y Cas Mudde, Alianza Editorial, 2019— presenta un fenómeno que, poco a poco, amenaza inundar a los sistemas políticos.
Y al hacerlo llama la atención acerca de un rasgo de la cultura política que, por estar presentándose poco a poco en Chile, y del cual hay muestras por estos días, merece ser reflexionado.
¿Qué debe entenderse por populismo? A menudo se llama populismo a una oferta electoral que promete bienestar fácil; en ocasiones se emplea esa misma palabra para aludir a los movimientos de masas por fuera de las instituciones; y, en fin, suele hablarse de populismo para designar programas desarrollistas en manos de líderes carismáticos. Rovira y Mudde prefieren, en cambio, una definición que llaman ideacional y que, como se verá de inmediato, ayuda a ver mejor en qué consiste este fenómeno.
Rovira sugiere que el populismo se caracteriza por concebir la vida social y política, y los problemas que la acompañan, como una división entre una élite autointeresada y el pueblo, la gente de a pie como a veces se prefiere, presentado como una comunidad de intereses más o menos homogéneos. Las sociedades aparecen para el populismo como una pirámide teledirigida desde una cúspide que no siempre salta a la vista —la élite—, la que se esmeraría, a través de diversos mecanismos y estrategias, por sacrificar los intereses de la masa. El populismo sería así una ideología delgada, una formación discursiva en la que se pueden alojar muy disímiles puntos de vista, de derecha y de izquierda. Como el populismo carece de puntos de vista acerca de los problemas más básicos y diversos de la vida social, él operaría como una pantalla narrativa en la que se alojan y movilizan retazos de otras ideologías más gruesas y sustantivas que son las que explican que el populismo sea hoy tan variopinto y se lo pueda encontrar en casi todos los sistemas políticos.
Uno de los rasgos centrales del populismo, y que este libro acentúa, lo constituye la concepción de la democracia que promueven.
Para el populista de izquierda o derecha, la forma democrática más perfecta y pura es la democracia directa (cuya forma predilecta es el plebiscito), en que el pueblo decide sin mediación las leyes o medidas a las que se someterá. El populista suele ser alérgico a la democracia representativa porque teme que ella sea una nueva forma de instituir élites que, a pretexto de promover los intereses de sus representados, impulsan los propios. Un síntoma de este rasgo del populismo (que en Chile ya es posible verificar) lo constituye la sustitución de los representantes por los “voceros”, simples nuncios de las asambleas cuya mayoría, se piensa, es irrefutable.
Subyace, pues, a esta concepción de la democracia lo que pudiera llamarse una ilusión epistémica: la creencia de que la voluntad general, la voluntad del pueblo, es infalible y nunca se equivoca y jamás puede contrariar sus propios intereses. Y desde este punto de vista, el populismo es el enemigo de la deliberación o, si se prefiere, de la democracia deliberativa. Esta última, al revés de lo que cree el populismo, piensa que no hay continuidad entre los propios intereses y la racionalidad y que, por lo mismo, a la pulsión de los propios intereses ha de seguir un momento reflexivo que verifique si esas pulsiones son o no dignas de ser tenidas en consideración. El populista, en cambio, suprime ese momento reflexivo.
¿Existe el populismo en Chile?
Algo de él hay, en efecto, cuando los complejos problemas sociales, desde la previsión a los impuestos, o desde la admisión escolar a la seguridad pública, se presentan sin más como un conflicto entre el pueblo homogéneo y limpio de intereses, y una minoría que se esmera, por mecanismos más o menos sombríos, en mantener el abuso. Y algo de populismo hay también, en ciernes, cuando decisiones que dependen de complejas consideraciones morales y de política pública se pretenden resolver mediante la consulta directa a los involucrados (como acaba de ocurrir en el Instituto Nacional) suprimiendo una amplia deliberación.
El peligro del populismo es que se trata, como insiste Cristóbal Rovira, de una ideología liviana, de digestión fácil, que posee además un doble atractivo: por una parte permite a los líderes aligerarse de responsabilidad por decisiones complicadas entregándolas, en cambio, a la decisión de todos; y por otra parte, les brinda la posibilidad de encarnar a ese sujeto que es todos y es nadie, esa suma de intereses limpios y homogéneos, el pueblo, alcanzando así el sueño de todo político, que es ser acunado por las masas. (El Mercurio)
Carlos Peña



