Bismarck, demoledor implacable en sus juicios, sostenía que “con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen”. Es una apreciación despreciativa, propia de quien no valoraba mucho las ventajas de la convivencia democrática cuya regulación social y económica se sostiene en la pirámide jurídica de Kelsen, otro germano, este teórico diseñador del Derecho, disciplina ética merced a la cual nuestros antepasados pasaron de familia a tribu, y de esta a nación y Estado, y aquí nos dejaron, para nuestro bien o nuestro mal.
La dictación de las leyes es una especialidad esencial para la regulación y práctica del contrato social. Por ello, deben definirse clara y transparentemente, entre otros aspectos, la entidad responsable, establecer sus funciones, la calidad de sus integrantes (ojalá solo dotados de inteligencia natural), el procedimiento de adopción de sus acuerdos, la formalización de sus textos y los recursos y jurisdicción que juzguen errores o abusos. Tales definiciones no necesitan —salvo las definitorias del órgano— quedar establecidas en la Carta Fundamental, pues las procedimentales por su naturaleza están sujetas a los variables requerimientos de las realidades de la contingencia y los progresos de la técnica y debieran constar en documentos prudencialmente modificables sin las entendibles salvaguardas de las constituciones.
Las leyes tienen como objetivo nada menos que establecer, según la sabia definición del jurista romano —ratificada por otro sabio, don Andrés Bello—, el catálogo de actos posibles de mandar, prohibir o permitir. En nuestro ordenamiento son iniciadas ante Cámara o Senado por mensaje presidencial o moción parlamentaria, y deben cumplir un lapso prudente para su discusión y votación. Si no son activadas, no parece racional depositarlas, como humanos no natos, en fríos anaqueles de salas y comisiones transformadas en memorial de buenas intenciones. Si por algo se presentaron, sus autores u otros parlamentarios deben activarlos o la Presidencia de la República hacerse presente con adecuado manejo del sistema de urgencias del que en nuestro sistema es hasta ahora titular exclusivo.
Precisamente en estos días el Congreso ha considerado en discusión acelerada un proyecto de Ley Marco (Boletín 6.639-25) cuya idea matriz es regular la seguridad privada, entendiendo por tal “el conjunto de actividades o medidas de carácter preventivas, coadyuvantes y complementarias de la seguridad pública, destinadas a la protección de personas, bienes y procesos productivos”.
Sensible y plausible respuesta a un tema que desde hace años agobia la tranquilidad ciudadana. Lamentable, sí, que tal iniciativa se encuentre en el Congreso Nacional nada menos que desde agosto de 2009, iniciada por mensaje de la Presidenta Michelle Bachelet, despachada por la Cámara de Diputados en primer trámite constitucional en agosto de 2013 con modificaciones planteadas por el Presidente Sebastián Piñera, y desde entonces aletargado hasta que en mayo del presente año fue, por fin, priorizada en su tratamiento por acuerdo de agenda legislativa entre la Presidencia de la República y el Congreso Nacional.
El trámite, como se aprecia, hasta ahora se ha extendido por catorce años y meses, por seis gobiernos y catorce legislaturas. Es cierto que se trata de un tema complejo, que requiere conciliar atribuciones y legítimos intereses de varias instituciones y que sus efectos tienen alcances en todo el país y en todos sus habitantes, pero no es menos cierto que mientras el proyecto no tenía movilidad en la cadena delincuencial se sumaban nuevos eslabones y contra ella se actúa esencialmente ahora y entonces con el mismo instrumental y operativos.
No se trata de imputar culpas y adjudicar responsabilidades. De lo que aquí se trata es de sugerir con respeto que Ejecutivo y Congreso Nacional (componentes del Poder Legislativo) revisen al detalle todas las etapas y formas relativas al proceso de formación de la ley contando para ello especialmente con la asistencia y experiencia del excelente personal profesional que lo apoya. Además del táctico empleo de las urgencias, sería positivo revisar, por ejemplo, la regulación de las discusiones generales y particulares reivindicando su aporte a la historia fidedigna del establecimiento de las normas, establecer también el rango de las fiscalizaciones, en ocasiones de temas importantes, pero de interés privado, o de las materias de ley o de requerimientos de universal información a entidades públicas sin destino ni provecho conocidos. No basta con disminuir el número de legisladores para perfeccionar su desempeño.
Al revés de Herr Bismarck, en Chile nos interesa conocer cómo se hacen las salchichas y, ni qué decir, las leyes. (El Mercurio)
Enrique Krauss Rusque



