Una de las motivaciones que llevaron al hombre a vivir en ciudades, y luego a formar los estados, fue la necesidad de sentirse protegido. Sin embargo, la sensación de inseguridad no ha hecho más que crecer en las últimas décadas. Se puede haber incrementado el gasto en tecnología y capital humano, en cámaras y guardias, en la edificación de condominios fortificados y en la construcción de muros cada vez más sólidos y altos y extensos, como el que promueve ahora Donald Trump, pero la vida humana se ha vuelto menos estable y más incierta. O líquida, como la definió Zygmunt Bauman, el más certero pensador de la sociedad contemporánea.
Bauman, recientemente fallecido, utilizó esa expresión propia de los cuerpos que tienen dificultad para conservar su cohesión para definir el estado de la vida actual. En otras palabras, la pérdida de certezas y lazos sociales fuertes, que hacían que los hombres, hasta bien entrada la modernidad al menos, se sintieran parte de una estructura que los contenía, ha ido desapareciendo a medida que se instala el capitalismo a escala global.
Con ello surge el miedo al otro y a lo impredecible, un miedo que también es el principal combustible para los políticos. Los ciudadanos están dispuestos a dar su voto (su apoyo) a quien prometa protegerlos. Trump es quien mejor ha sabido sacar provecho de ese temor que es, a su vez, una de las causas del triunfo del Brexit y del avance de la derecha más extrema en varios países de Europa. Y quien mejor encarna al otro (al desconocido, al extraño), es el inmigrante. No debe extrañar, entonces, el discurso proteccionista y de cierre de fronteras que hoy escuchamos cada vez con más fuerza.
En un mundo incierto, los electores empiezan a demandar hombres fuertes, señala Bauman en Extraños llamando a la puerta, su último libro, donde relaciona de manera muy fina el tema que apremia a Europa y EE. UU. con una situación más global, o sistémica si se quiere: indaga en las raíces de la incertidumbre, que por cierto tiene que ver más con la precariedad económica y la desprotección social en que vive gran parte del planeta, que con el peligro real que representa ese otro.
El punto es que ninguna autoridad está en condiciones de garantizar pleno empleo, pensiones dignas, salud para todos y educación de calidad sin endeudamiento, que es lo que atenuaría esa inseguridad existencial. Entonces, subraya Bauman, nada mejor que vincular la inseguridad existencial con la delincuencia y, al mismo tiempo, encadenar la delincuencia con los indocumentados (o cualquier otro tipo de marginalidad).
Hay que protegerse en condominios y edificios con guardias las 24 horas, una variante urbana de los muros fronterizos entre países. Vivir con “gente como uno”, advirtió Bauman, es la muestra más contundente de esa voluntad por excluir a los excedentes (humanos) que genera el progreso. El problema es que mientras más tiempo se pasa entre iguales, en “guetos voluntarios”, más se atrofian las habilidades para convivir con la diferencia y más temor empieza a provocar lo desconocido. (La Tercera)
Alvaro Matus


