Las democracias ante los culebrones

Las democracias ante los culebrones

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La democracia, como se ha escrito ad infinitum, podrá ser ineficiente, e incluso percibida como defectuosa y frustrante, pero no se ha inventado otro régimen político capaz de canalizar de manera medianamente civilizada las tensiones internas de cada Estado. El aserto se corresponde con la opinión de Churchill sobre este régimen.

En el fondo, la democracia es reconocida gracias a que concede espacios exploratorios de deliberación, así como para la circulación de ideas y de líderes en ambientes transparentes. La democracia sugiere, sea de manera robusta o débil, mecanismos cruciales para la legitimación de los grados de influencia en la polis. Por el contrario, en cualquier régimen no democrático, quedan al desnudo las arbitrariedades, cuando no directamente el despotismo, como práctica gubernativa.

América Latina es pródiga en ejemplos tan excelsos como intermitentes. El más reciente es el de Horacio Rocha, un individuo que ejercía hasta hace pocos días como verdadero “superministro” en Nicaragua. Su caso es bastante ilustrativo de los excesos y distorsiones a que pueden llegar los países conducidos por élites poco o nada comprometidas con los valores democráticos; donde todo es opaco, arbitrario. Las reglas y regulaciones están sólo para aplicárselas a los opositores.

Para entender el caso, conviene recordar que, pese a haber nacido en 1979 como estrella radiante, la revolución sandinista -inclusiva como ninguna, se decía- pronto desilusionó a los sectores que la jerga izquierdista denomina de la “burguesía progresista”. Estos se habían plegado de manera entusiasta, sin intuir lo que se avecinaba. Como todas las revoluciones, la nicaragüense desembocó en lo inevitable, en el despotismo. En la actualidad, comparte de manera entusiasta con otras izquierdas regionales, en esas instancias absurdas y redundantes llamadas Foro de Sao Paulo, Grupo de Puebla, ALBA, por mencionar algunas. En aquel sub-mundo, Daniel Ortega ha sabido mantener incólume la impronta revolucionaria. Eso es innegable.

Su éxito se debe a la creación de un híbrido autoritario, aunque bastante surrealista. El orteguismo es una mezcla de retórica anti-estadounidense con viejas astucias de caudillos latinoamericanos, más uno que otro resabio de Guerra Fría y un esperpento de devociones místicas basado en cristianismo de base, totemismo y creencias tribales. Sin embargo, lo esencial es la adopción de métodos policiales aprendidos de Corea del Norte.

Lo curioso de todo esto es la facilidad de su convivencia con el resto de los países de la región; todos auto-percibidos como democracias. Pese a la incomodidad que les plantea el matrimonio Ortega-Murillo, las auto-percibidas democracias no adoptan una actitud (ni menos una conducta) medianamente concertada para abordar esta situación. No hay una hipótesis plausible que explique tanta benevolencia o indiferencia. A la Nicaragua sandinista se le mantiene como uno más de la familia. Casi como si fuera un simple hermano descarriado.

Guardando las proporciones y las distancias, se debe recordar que la Albania de Enver Hoxha (1945-1990) -otro híbrido totalitario y también bastante surrealista- fue aislado por todos. Tanto en los planos bilaterales, como también multilaterales. Ni siquiera se le invitó a la Conferencia de Helsinki, que constituyó un enorme hito de aquellos años. Al igual que la Nicaragua de hoy, aquel minúsculo país, jamás representó una amenaza para nadie. Ni política ni militar ni en materia de seguridad. Nunca hubo en toda Europa un propósito anti-albanés explícito, pero primó una cuestión práctica, una especie de acuerdo tácito. Para todos era evidente que la verborrea de Hoxha sólo podía dificultar las cosas.

Por eso llama la atención que la revolución sandinista sea vista como parte del paisaje y sus vicisitudes como simples culebrones. En el caso de Horacio Rocha, “el superministro”, ni siquiera la rocambolesca sucesión de capítulos, que explican su caída en desgracia, pareciera interesar al vecindario.

Hasta 2022, Rocha oficiaba de cónsul general en Corea del Sur, en el entendido que era un premio final de Ortega en reconocimiento a su larga lealtad personal como jefe policial. Para resguardar la integridad de la decisión, Ortega tuvo la precaución de nombrar a la esposa de Rocha como embajadora en Seúl.

Sin embargo, a fines de 2022 fue llamado de urgencia a Managua para ejercer un cargo con un título muy pomposo, ministro asesor presidencial para asuntos de seguridad. A partir de ese momento, ministerios y otros poderes del Estado fueron entregados a su mirada inquisidora. Los dioses de la revolución quisieron catapultarlo y de la noche a la mañana se convirtió en el hombre de las grandes purgas, tanto en el partido -el Frente Sandinista- como en todo tipo de reparticiones oficiales. Amenazas, intimidaciones, expulsiones del país e invitaciones a entrar en razón, era el portfolio de sus “políticas públicas”. Nuevamente guardando las proporciones y las distancias, se convirtió en una especie de Lavrenti Beria tropical. Beria fue la mano larga del régimen stalinista.

Rocha pasó a ser figura clave para afianzar el poder de los Ortega. El Poder Judicial, la iglesia, sectores opositores y las universidades sintieron el peso de su mano. Según el reconocido periodista nicaragüense en el exilio, Pedro Joaquín Chamorro, se le apodaba “el ángel de la muerte”; asociado a malas noticias. Fue tal su poder, que se gestó una curiosa situación. El jefe de la policía sandinista, un tal Francisco Díaz, que era consuegro de los Ortega, quedó supeditado al todopoderoso Rocha.

Con ese inconfundible halo de misterio que rodea estos regímenes, Rocha desapareció del escenario hace un par de semanas. Sectores disidentes, que suelen tener ciertos insights, especularon con lo obvio. Rocha se habría “extralimitado”. Otros dicen que Rosario Murillo se irritó debido a que el antiguo confidente se habría mostrado “inoperante” para apaciguar las declaraciones críticas de su yerno, el general Humberto Ortega. Como se sabe, éste murió el 30 de septiembre pasado en extrañas circunstancias. Había sido declarado “traidor a la Patria”.

Los más perspicaces añaden otra posibilidad. Una pelea feroz con Francisco Díaz, el no menos poderoso consuegro, cuya familia ocupa cargos relevantes en la burocracia orteguista.

Esta disputa adquiere bastante sentido a la hora de pensar en lo achacoso que se ve el antiguo líder guerrillero. Daniel Ortega se presentó en lamentables condiciones físicas y mentales a la ceremonia de asunción de Nicolas Maduro. A su esposa, y “co-presidenta” del régimen, tampoco se le ve muy saludable. La decrepitud del matrimonio, junto a la brutalidad de las recientes olas represivas, son señales que hay inquietud ante el crepúsculo. Todos saben que, en esos países, una vez llegada la hora final, las cuentas se pagan con rudeza.

La verdad es que Daniel y Rosario prefieren a su prole y han pensado en una sucesión dinástica, parecida a la de Corea del Norte, pero parecen tener algunas dificultades para ajustar las piezas. La posibilidad de un interregno es alta. Es plausible entonces que Díaz y Rocha se hayan enfrascado en una disputa. Ambos deben conocer ese viejo adagio que dos escorpiones no caben en una misma botella.

Desde el punto de vista de la burocracia orteguista es irrelevante cuál de los dos es más hábil a la hora de dar un nuevo aire a la revolución. Sin embargo, desde el punto de vista de las democracias regionales, la pregunta sería cómo lidiar con estos experimentos totalitarios. (El Líbero)

Iván Witker