La agenda progresista –mal llamada “valórica”– se ha tomado el último periodo del gobierno de Michelle Bachelet. El impulso y fuerza que el gobierno ha puesto en estos temas (aborto y matrimonio) es coincidente no sólo con el programa y creencias del gobierno de la Nueva Mayoría, sino que también con un momento particularmente propicio desde el punto de vista político: se avecinan elecciones y a la derecha parece complicarle hablar de estos asuntos, ya que la divide y, supuestamente, la aleja de la ciudadanía.
Dentro de las mismas filas derechistas aparecen quienes invitan a actualizar el propio ideario, lo que conlleva dejar la que pareciera ser una obsesión con estas materias. ¿Qué sentido tiene seguir insistiendo cuando éstas ya han sido discutidas en demasía y no se logra convencer a la mayoría de la ciudadanía? ¿Por qué persistir si, aún sus propios adeptos, han cambiado opinión en estos temas? ¿No sería mejor adaptarse a la realidad de Chile?
La pregunta es muy relevante, pues toca un punto central: ¿Cómo se mantiene vigente un proyecto político? Y, por lo tanto, ¿qué lo constituye?. Pareciera ser que el devenir histórico hace necesario acomodarse e ir sometiendo las propias ideas al vaivén de la preferencia de las mayorías: “si no puedes con tu enemigo, únete a él”, como dice el refrán. En definitiva, lo central de la idea sería que la razón de dicha adaptación es, en cierta medida, haber perdido ya la disputa de aquellos temas.
Es obvio que un proyecto político que intente dirigir los destinos de un país no puede plantearse sólo desde agendas particulares; por lo tanto, nadie aspira a definir las posiciones únicamente entorno al aborto y al matrimonio, por ejemplo. Pero, ¿estarían dispuestos a aplicar esta suerte de “adaptación doctrinal” a otras ideas del proyecto de las derechas? ¿Qué hay en materia económica? ¿Y en lo que respecta al rol del Estado?
Si el día de mañana se instala la idea de que los derechos sociales son una necesidad que debe ser proveída por el Estado, ¿deberían entonces las derechas sumarse a este tren?
La cuestión es bastante discutible, porque, dependiendo de cómo se le mire, estará en juego el núcleo de la propia identidad. La idea sería que la doctrina se construya a partir de una suerte de geografía electoral: lo que piensan quienes se identifican desde cierto lugar del centro del espectro político a la derecha es lo que deben defender los partidos de derecha.
Al pisotear cualquier aspiración de coherencia y honestidad política –al consagrar una suerte de religión de la estrategia y lo políticamente correcto– este argumento camaleónico desconoce la pluralidad que hay en las derechas políticas.
Esconde, por otra parte, una cuestionable idea de “progreso indefinido” –caracterizada por el hecho que los temas van siendo superados y no es necesario volver sobre ellos–, como si la historia sólo avanzara, siempre en positivo. Y, además, posee una ingenua confianza –que también es ciega– en la técnica: la llave que destrabe conflictos será la viabilidad fáctica más que de prioridades políticas.
De ser así, se confirma que poco se ha avanzado en reconocer el lugar propio y prominente que tiene la función política en la dirección y gobierno de los países. Algo que costó caro, como sabemos, al último gobierno de derecha. Es de esperar que el “sufrimiento” no haya sido en vano, de lo contrario, la derrota cultural será definitiva y llegará lenta pero segura: de un tema a la vez. (La Tercera)
Antonio Correa



