La trampa descolonizadora

La trampa descolonizadora

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En temas de la herencia colonial, aquello de matar al padre goza de larga vida. Por suerte a nosotros no nos duró demasiado. Ayudó el que fuéramos tan decisivamente influidos por un grande de verdad, Andrés Bello, que enseñó a no dejarse arrastrar por las nieblas antiespañolas. En otro extremo, en México AMLO todavía porfía con que España debe indemnizar a su país. Se nota la ascendencia picaresca.

La idea de descolonización —empleo el término en castellano— no solo para objetos de arte, sino como voluntad política y cultural antioccidental, es uno más de los frutos de los trending-topics de las universidades europeas y norteamericanas. Se trata solo de una ofensiva contra la modernidad o el “capitalismo”, y contra la herencia de los imperios europeos, de no muy larga duración por lo demás. Estas oleadas de propuestas académicas con repercusiones políticas confieren poder y cierta fama a unos adalides, olvidando que una demanda de este tipo solo es posible donde existe una sociedad civil que pueda velar por sus fueros.

La restitución de obras de arte trasladadas otrora por las buenas o las malas se basa en esta teoría o neoescolástica que sostiene que todo lo que no esté en su lugar de origen constituye ofensa o despojo a pueblos originarios o de cualquier tipo que sea. Pareciera que para este argumento el ideal de las relaciones entre el país y sus artefactos culturales sea el de una posesión absoluta de todo lo que pueda crear, entre otras razones porque nadie más puede entender su verdad profunda.

En esta visión brota un sentimiento etnocéntrico, cuando no de racismo inconfesado. Es un determinismo cultural radicalizado que deja a Spengler —las culturas no podrían en lo profundo comprenderse mutuamente— como un universalista. Si se conserva un mínimo sentido de la lógica, ni siquiera se podría afirmar que las culturas son diferentes, ya que con el solo enunciado se participa de la idea de que al menos algo se las entiende.

Las grandes herencias o artefactos culturales deben estar donde se les conserve bien y se pongan a disposición de manera ilustrada a un público amplio. En la mayoría de los casos estos se encuentran en las grandes democracias desarrolladas. Por cierto, lo vemos, e incluso en ellos surgen bramidos de afanes de iconoclasia, como lo políticamente correcto en sus múltiples caras. Mas, ¿qué garantía pueden dar la desidia, los bajos y oscilantes presupuestos y la corrupción en muchos países de origen?

Por supuesto, no es que en muchos casos, cuando, por ejemplo, de Grecia y Egipto existen miles de artefactos en Europa y EE.UU., algunos en bodega por falta de espacio, perfectamente se pueden trasladar a algunos países de origen, siempre y cuando se observen los mismos resguardos de los mejores museos del mundo, como es el caso de los países mencionados.

Es muy probable que el moderno ímpetu museal —fenómeno de los últimos siglos— sea lo que atrajo la atención de actores de sus países de origen, lejanos o lejanísimos descendientes de los creadores en sus países de origen, acicateados por los “descolonizadores”.

Tantas veces lo razonable es lo que no se sabe ver. Como se ha dicho, un moái en el Museo Británico es el mejor resguardo de los cientos que existen en Isla de Pascua. Lo original, los tesoros que testimonian el sentido creativo de los humanos de otro tiempo que dan sentido a la vida y al universo, deben de estar allí donde pertenecen, a los lugares donde reciban el tratamiento profesional y ojalá amoroso, junto con la buena organización para que se conserven y puedan ser contemplados y absorbidos por un público universal. Es la buena descolonización. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois