La trampa de la “conciencia de las personas jurídicas”-Roberto Meza A.

La trampa de la “conciencia de las personas jurídicas”-Roberto Meza A.

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Recientemente, el Tribunal Constitucional reconoció el derecho a la llamada “objeción de conciencia de las personas jurídicas” al pronunciar -en su sentencia sobre el proyecto de aborto en tres causales- que tal derecho se sostiene en la protección que la Constitución otorga a los grupos intermedios y cuyo ejercicio (la “objeción de conciencia”) no se agotaría en la esfera individual, sino que se extendería a aquellas asociaciones que las personas organicen ejerciendo su derecho a la libertad de asociación, de conciencia y el derecho de esas “personas jurídicas” a un ideario religioso en el marco de la libertad de enseñanza consagrada en nuestra Carta Magna.

Más allá de la sentencia y sus posteriores efectos reglamentarios, ¿existe realmente lo que el Tribunal Constitucional ha caracterizado como “objeción de conciencia de las personas jurídicas”? Es decir, dicho de modo simple ¿Existe una así llamada “conciencia de instituciones o grupos intermedios”?

Como se sabe, el término “conciencia” se usa polisémicamente y su definición oscila entre una concepción extensa, metafísica, referida a la percepción y re-conocimiento del entorno y/o de uno mismo (autoconciencia) -expresado en su origen etimológico proveniente del latín, cum scientia (con conocimiento)-, hasta una restringida o psicológica, entendida como aquellos mecanismos internos que posibilitan la concordancia del pensamiento o idea entre sujeto y objeto -en su concepción clásica- o, según la moderna epistemología, la interrelación y dependencia activa de sujeto-objeto, ambos remodelándose mutuamente, según las particulares características socio-genéticas de la persona, el modo en que el objeto impacta en ella, y/o las condiciones del entorno- objeto en el que el sujeto, como observador y actor, se ha desarrollado.

Como se ve, en todos estos planos de comprensión del concepto, el estado de “conciencia” es concebido como una actividad llevada a cabo en el propio sujeto, en su mismo Yo (ego). Es decir, la “conciencia” es una cualidad que pertenece al individuo y no a los grupos que aquella persona pudiera integrar. Esto, no obstante reconocer la profunda imbricación entre individuo y lo que éste incorpora o entrega como conocimiento para generar su propia conciencia desde y hacia el entorno, grupo o sociedad a la que pertenece, mediante el lenguaje, conductas, cultura y costumbres.

La infinita variedad de factores que van conformando la conciencia de cada individuo y las respectivas hermenéuticas que aquel va realizando respecto de sí mismo y su particular entorno de realidad a través de su personalísima experiencia vital, permite asegurar que cualquier persona vinculada a un colectivo, no obstante coincidir con aquel en la misión y visión específicas para la que fue instituido, puede también tener percepciones u opiniones distintas sobre las múltiples áreas de su más amplio interés personal en lo social, económico, político o cultural, es decir, una “conciencia” individual distinta -y compartida o no en los variados planos de la vida- respecto de los fenómenos del entorno a los que persona y grupo se ven expuesto.

Atendiendo al hecho que la “conciencia” se construye con percepciones, decisiones y acciones individuales, relativas a un entorno social, aquella incluye necesariamente una actividad ética, conductual o de reconocimiento “sobre lo que está bien o está mal”, pues nos refiere al conocimiento que tendríamos respecto de “lo que se debe o no se debe hacer”, tanto en relación con la propia persona, como con los demás integrantes de la comunidad.

De allí que, incluso en su actual comprensión “antropocéntrica”, horizontal y diversa, que ha tendido a superar a la “teocéntrica”, vertical y unitaria “mores” que privilegia un re-vertebrado “bien común” basado en mandato divino, la «moderna conciencia” laica, incluso aquella heredera inercial de la primera entendida como “social y/o política”, también puede definirse como conocimiento que cada quien (cada persona única) tiene respecto de sí y los demás integrantes de su comunidad.

Es decir, tanto para el clasicismo, como para la modernidad, la “conciencia” es y ha sido entendida como actividad personal, individual, a pesar de la sostenida promoción de los colectivismos de izquierda y derecha, laicos y religiosos, que han sostenido a lo largos de los siglos la idea de “persona” como “ser social” y han promovido instituciones, organizaciones y grupos político-sociales -entre ellos el propio Estado- como expresiones legítimas de un orden (por tanto, una estructura de poder) investido de cierta “conciencia colectiva” creada, en principio, para conseguir dicho “bien social”.

Pero, como vimos, la acción consciente solo puede ser realizada por la única materialidad en la que el concepto o práctica de aquella puede manifestarse, dado que las instituciones o colectivos normados no son sino abstracciones diseñadas por grupos de individuos en razón de sus personales intereses o idearios, más allá de la reciente adopción de la palabra “conciencia” para describir fenómenos en áreas emergentes como la inteligencia artificial y sus algoritmos de mayor densidad o, incluso, en su extensión hacia otras especies biológicas.

Es decir, la “objeción de conciencia”, en principio, solo podría ser practicable por entidades que poseen la cualidad de “conscientes” (¿cómo podría ser “objetor de conciencia” algo que no tiene la cualidad de tal?) y, por tanto, los individuos serían los únicos que podrían “objetar” actos, conductas propias o ajenas, con arreglo a sus propias convicciones o conciencias.

Es cierto, instituciones o grupos pueden tener normas, acuerdos, conocimientos y hasta códigos de conducta moral que aúnan a individuos en torno a su misión y visión colectiva, pero aquello no es propiamente “conciencia”, cualidad que, como vimos, pertenece a las personas, a su propio ego, que es quien converge, desde lo particular, al convenio general.

La así llamada, “conciencia de persona jurídica, social, política, de grupo o instituciones” puede, entonces, ser concebible solo en abstracto, y, por cierto, su afirmación no escapa a la evidencia que esos colectivos y sus características no son sino resultado de la actividad subjetiva-objetiva de las conciencias individuales de personas que confluyen y conforman dicho ideario grupal.

En definitiva, el ideario colectivo, nunca es propiamente “conciencia”, ni en sentido general, ni restringido, ni psicológico, ni gnoseológico, ni ontológico. Si así fuera, por ejemplo, el colectivo que conocemos como “empresa”, con sus propios propósitos de supervivencia, producción de bienes y servicios, procreación y desarrollo, sus conocimientos acumulados, jerarquías, y hasta códigos de ética y conducta, conformarían una cierta “conciencia” y, por consiguiente, podrían ser sujetos legítimos, v. gr., para elegir y votar en elecciones políticas, un hecho que el propio Tribunal Constitucional despejó hace un tiempo.

Pero ¿por qué esta reflexión es relevante?

Porque el proceso de dar cualidad de “conscientes” a entes que no lo son, transformando jurídicamente su misión y visión en una supuesta “conciencia grupal”, tiene profundas y peligrosas consecuencias político-sociales.

En efecto, y como dijéramos, la llamada “conciencia de las personas jurídicas” no es otra cosa que un constructo resultado de la capacidad de abstracción y organización de los individuos que, con sus respectivos intereses y procesos de endoculturización, concurren a su creación y desarrollo. En tales organizaciones, las personas individuales pueden tener coincidencias de base, pero también sendas diferencias, según los entornos, condiciones de desarrollo e interpretaciones de realidad de cada cual, hecho que, por lo demás, es el que explica el progreso, retroceso y/o cambios adaptativos de la organización a un entorno en permanente evolución. Como regla general, todo grupo o estructura institucional es temporal e, incluso, hasta dentro de colectivos de la mayor exigencia de fidelidad, emergen, más temprano que tarde y merced a la lucha de conciencias individuales, diferencias y conflictos que los cambian y/o liquidan.

Si bien, la conciencia individual puede tener semejantes evoluciones o involuciones, y esta característica no constituye factor diferenciador entre la idea de conciencia personal y “grupal”, el conflicto individual interior y superación del mismo no afecta ni la voluntad, ni el carácter, ni la autonomía de la persona, y, por el contrario, se fortalecen, mejorando la capacidad de adecuación y/o transformación del mundo de la persona, fenómeno que, en la autodefinida “conciencia del grupo”, por su naturaleza (“la unión hace la fuerza”), se resuelve mediante una lógica e inevitable imposición de aquella por sobre las “conciencias individuales”, tanto en la propia estructura original, como luego respecto del resto de la sociedad.

Esta tendencia va instalando paulatinamente prácticas que, una vez institucionalizados como “colectivos conscientes que buscan determinado bien común» (impartido por el Estado, gobierno, partido, iglesia, grupos de la sociedad civil, empresa y otros surgidos o creados con propósitos específicos y/o genéricos) se organizan en jerarquías de poder que no solo terminan presumiendo un supuesto “conocimiento y conciencia” superior al de sus partes, sino que, una vez legitimados y empoderados, incrementan su capacidad para “objetar” acciones distintas a las de la elite del grupo dominante. Se responde así al natural afán de la especie de ampliar su poder de transformación, decidir sin contratiempos y actuar con miras al máximo dominio posible del entorno.

El legítimo y natural interés individual se va subsumiendo en una suerte de “super-conciencia” que, cuando, además, ha sido validada socialmente, amenaza con terminar obligando al conjunto a conducirse según normas dictadas por la dirigencia de la agrupación coyunturalmente a cargo, poniendo en peligro las libertades de quienes no participan de sus convicciones. Entonces, la decisión de otorgarles cualidad jurídica de “conscientes” y/o “protectores del bien común”, que presuntamente buscaba proteger el mejor interés de cada participante del acuerdo general, culmina en el derrumbe de las libertades que supuestamente pretendía custodiar.

Demás parece recordar que procesos de estas características son los que pergeñan ideas como que “el interés del Estado, la patria, la iglesia o el partido, está por sobre el de las personas” en función del “bien común”, “orden”, “libertad”, “igualdad” o “solidaridad”, constructos que constituyen el paso final de la trampa ideológica que ha posibilitado todo tipo de totalitarismos en la historia humana, no pocas veces con la anuencia inicial de mayorías sociales. De allí la necesidad de estar siempre alertas a limitar la acumulación de poder de las diversas elites con “conciencia de grupo” para evitar abusos contra la persona, tarea que ha sido y será siempre la primera y última barrera de defensa de la democracia y las libertades individuales.

Críticas hiperbólicas al individualismo -que no egoísmo- señalan que una sobrevaloración de lo subjetivo derivaría en una negación de lo político o lo moral (en tanto conducta grupal), fenómeno que, en efecto, es visible cuando las personas que lo enarbolan no cuentan con los niveles de desarrollo emocional, intelectual y espiritual compatibles con la libertad, entendida como superación del estado de naturaleza o capacidad de vencer propios impulsos animales.

Desde un prisma conservador orgánico de derecha o izquierda, la preservación prioritaria de las libertades personales y la existencia de leyes y Estados que privilegian la defensa de la conciencia individual, sus libertades y derechos como valores anteriores al Estado, pueden aparecer también como amenazas al animus societatis que se desea más fuerte para la supuesta consecución del “bien común”. Teóricamente se buscaría así prever un debilitamiento del “bien colectivo” y el eventual estallido del desorden a raíz de un extendido egoísmo y lucha por intereses personales que las sociedades libres permiten.

Pero libertad no es “libertinaje”, sino principalmente la acción autónoma y voluntaria redimida de pasiones y pulsos irreflexivos, por lo que, a contracara -y desde el “deber ser”- dicho tipo de sociedad libre exige una especial calidad de ciudadano, consciente, responsable, respetuoso del acuerdo social, solidario y tolerante frente a la diversidad humana y su pluralidad, todos valores sine qua non la viabilidad de las democracias representativas y/o participativas, así como la propia política o las morales en cohabitación, se tornan efectivamente frágiles. Una debilidad que, por lo demás, observamos a diario en el comportamiento de tantas personas en nuestro país (y el mundo) y que, tal vez, dada la prolongada precariedad de nuestra condición ciudadana y la aún lejana comprensión de la libertad como condición clave del buen vivir, sea lo que, en lo sustantivo, explique la tendencia histórica de Chile -y otras naciones- hacia el autoritarismo y totalitarismos de diversas fuentes.

Dicho “deber ser” entiende que, en sociedades que aspiran a la libertad, la convergencia personal en los diversos tipos de colectivos en lo que se puede participar en la práctica política, social, económica o cultural ciudadana habitual, el individualismo no solo no conspira contra el orden y la solidaridad -indispensables para una vida social plena- sino, por el contrario, asegura mayor solidez a esas asociaciones, en la medida que la voluntariedad y convicción consciente y autónoma de participación en aquellas, determina una mejor y más estable calidad de adhesión.

Los individuos, habiendo aceptado soberana y voluntariamente someterse al acuerdo grupal y/o social, pueden ejercer así, sin previas ni ulteriores presiones de los poderes y según la propia conciencia -rectora de razón y contenedora de pulsos y espíritus animales- deberes y derechos vinculados a las libertades de pensamiento, religión, expresión, opinión, enseñanza, emprendimiento o asociación, atestiguando que, gracias a la amplia autonomía para materializar los más caros proyectos personales, su vida será mejor (o incluso peor, porque la libertad da derecho a equivocarse) para que cada quien concurra consciente y libremente al acuerdo de coexistencia civilizada que, en conjunto, podamos construir de acuerdo a nuestras virtudes y capacidades, aunque, por cierto, no sin la permanente, cotidiana y dura lucha de superación de las aún profundas debilidades racionales y emocionales que son las que, en el fondo, nos impiden un más sano, consciente y superior modo de convivencia social. (NP)

Roberto Meza A.

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