La elección presidencial del 14 de diciembre de 2025 tuvo un significado político inequívoco. Con un 58% de los votos y triunfos en todas las regiones del país, José Antonio Kast articuló una mayoría clara en torno a una demanda prioritaria: orden, seguridad y capacidad estatal frente a una crisis prolongada de delincuencia y deterioro institucional. El resultado no expresó una radicalización del electorado, sino el agotamiento de un ciclo político marcado por la falta de respuestas efectivas frente a problemas largamente diagnosticados.
La reacción inmediata de buena parte del oficialismo fue calificar la victoria como un triunfo de la “ultraderecha”, acompañando su diagnóstico con preocupaciones sobre los supuestos riesgos que este resultado implicaría para la democracia y los derechos fundamentales. Sin embargo, estas advertencias fueron esencialmente vagas, formuladas sin ejemplos específicos ni amenazas identificables que pudieran ser contrastadas o refutadas.
Desde una perspectiva analítica, el problema de la etiqueta es doble. En primer lugar, carece de precisión conceptual. Si Kast es caracterizado como “ultraderecha”, la inferencia implícita es que una amplia mayoría del electorado chileno también lo es, una conclusión difícil de sostener a la luz de las preferencias mayoritarias del país y del carácter transversal de su votación.
En segundo lugar, la etiqueta resulta políticamente poco útil frente a un gobierno que se apresta a asumir. Kast no tiene antecedentes en el ejercicio del poder ni en su trayectoria política que permitan inferir una deriva autoritaria, una ruptura con el orden constitucional o una disposición a gobernar fuera de las reglas del sistema democrático, características que suelen asociarse al uso del prefijo “ultra”.
Por el contrario, su conducta política ha sido consistentemente institucional. Ha competido dentro del marco democrático y ha aceptado los resultados electorales sin ambigüedades. En 2021, tras perder frente a Gabriel Boric, reconoció de manera inmediata la victoria del entonces candidato oficialista, sin denuncias de fraude ni intentos de deslegitimación.
Esto es relevante desde una perspectiva comparada, donde los liderazgos autoritarios tienden precisamente a cuestionar la legitimidad de la competencia electoral.
Tampoco existen antecedentes de propuestas orientadas a cerrar el Congreso, intervenir el Poder Judicial o restringir libertades políticas básicas. No ha promovido salidas extra institucionales ni ha relativizado la separación de poderes. Las advertencias sobre riesgos autoritarios, por tanto, se sostienen más en asociaciones espurias y simbólicas que en hechos verificables.
Y, finalmente, tampoco se observan amenazas sustantivas en el plano de los supuestos retrocesos sociales que se han sugerido. Durante la campaña se repitió hasta el cansancio que Kast revocaría la PGU, pese a que él mismo se encargó de señalar que ello no ocurriría.
Algo similar ocurrió con la jornada de 40 horas, respecto de la cual también descartó una reversión. Incluso en aquellos ámbitos donde eventualmente pudiera introducir ajustes coherentes con sus convicciones personales o religiosas, ello difícilmente constituiría evidencia de una posición “ultra”, sino más bien de consistencia con un determinado estilo de vida, que, por lo demás, es compartido por una parte significativa de la sociedad chilena.
Por lo mismo, parece ser más útil concebir a Kast como un conservador de mano dura que como un representante de la “ultraderecha”. Desde 2017, sus principales propuestas han sido estables: fortalecimiento de las policías, control fronterizo, expulsión de migrantes irregulares y combate directo al crimen organizado. Su agenda no ha cambiado, y no se ha radicalizado progresivamente. En cambio, ha mostrado coherencia programática frente a problemas que se han intensificado con el tiempo y que, por lo mismo, se han convertido en las principales prioridades de las personas.
El amplio respaldo electoral que obtuvo refuerza esta lectura. Es difícil conciliar la idea de que Kast, o cualquier otro, sea de “ultraderecha” si gana en todas y cada una de las regiones, con máximos de hasta 70%.
Una parte importante de la élite de izquierda ha optado por evitar esta discusión sustantiva. En su lugar, han recurrido a controversias pasadas o a la biografía de familiares como mecanismos de deslegitimación. La referencia reiterada al pasado nazi de su padre o al rol de un hermano durante la dictadura no busca otra cosa que desacreditarlo por secretaría, un recurso que nunca se usaría en caso contrario.
Por ejemplo, el Presidente Boric nunca ha sido calificado como de “ultraizquierda”, pese a su amplio registro rupturista. Lo mismo ocurre con la candidata a su sucesión, Jeannette Jara, quien, a pesar de pertenecer a un partido considerado autoritario en gran parte del mundo, tampoco ha sido presentada como de “ultraizquierda”. En ninguno de estos casos se recurre al prefijo “ultra”, aun cuando podría argumentarse con mayor fundamento; en su lugar, se opta sistemáticamente por encuadrarlos como progresistas o socialdemócratas.
Por lo mismo, caracterizar a Kast como “ultraderecha” no solo resulta políticamente débil y lógicamente estéril, sino que además revela un problema más profundo en la oposición, que a todas luces parece no entender la fragilidad de su propia situación.
Al insistir en la etiqueta de “ultraderecha”, no solo demuestra no entender el momento por el cual pasa el país, sino que además termina insultando a los mismos votantes que necesita convencer para volver al poder, sugiriendo que, si no son de “ultraderecha” o apoyan a la “ultraderecha”, simplemente no entienden lo que están haciendo.
En lugar de obsesionarse con etiquetas abstractas o descalificaciones clasistas, el oficialismo saliente haría mejor en mirar hacia dentro, buscando comprender por qué falló en conectar con las demandas cotidianas de la gente, reduciendo las barreras precisamente para que votaran por lo que ellos llaman “ultraderecha”.
La ironía es que, si en los próximos años Kast logra responder de manera efectiva a los problemas que se comprometió a enfrentar, ello no solo reforzaría su posición política, sino que además reduciría significativamente las posibilidades de una izquierda que se resiste a asumir que una parte relevante del electorado que hoy califica como de “ultraderecha”, incluidos sectores de centro que migraron electoralmente, corresponde en realidad a un espacio social y político que, bajo un diagnóstico adecuado y una estrategia distinta, podría perfectamente ser representado por ella misma. (Ex Ante)
Kenneth Bunker



