¿Qué ocurre cuando usted sale de su casa conduciendo su automóvil para encontrarse a poco andar con un taco inesperado que alargará su viaje diario, provocando un sensible atraso en la hora de llegada a su trabajo? Es casi seguro que la indeseable contingencia lo hará sentir una rabia creciente contra los responsables de semejante atasco, cuya identificación para peor es casi imposible. ¿Son los semáforos que funcionan mal, la reparación de una calle, una colisión que obstruye el paso o un flujo vehicular anormal causado por un evento en las cercanías? Lo que sea, su enojo irá en alza cada minuto que su automóvil consiga avanzar a paso de tortuga. No lo aminorará ninguna evocación del considerable tiempo que le tomaba a sus antepasados cubrir la misma distancia -unos ocho kilómetros- que usted recorre en unos veinticinco minutos cómodamente sentado en uno de los artefactos más extraordinarios que haya producido la modernidad. El atochamiento, cuya causa no alcanza a discernir, se torna intolerable y la rabia, incontenible. Esta vez su tiempo de viaje resultará bastante mayor, digamos de unos cuarenta minutos -una brevedad que habría dejado boquiabiertos a sus antepasados. Su ira no lo abandonará hasta arribar atrasado a su destino.
Este ejemplo sirve para mostrar la subjetividad inherente al sentimiento de la rabia. Lo que actualmente resulta intolerable, una demora de minutos en un tiempo de viaje, no habría provocado ni la más leve reacción en los habitantes de otras épocas cuando transportarse a semejantes distancias demandaba gran esfuerzo y no poco atrevimiento. Incluso, la misma demora en un contexto distinto, en otro lugar de Chile o del mundo, no tendría ese potencial de causar la indignación de un conductor santiaguino como el del ejemplo.
¿A qué viene esta introducción? Por estos días se lee aquí y allá que la rabia de los chilenos con el sistema político es lo que subyace al posible voto “en contra” en el próximo plebiscito que han venido detectando consistentemente las encuestas. Cualquier cosa que emane de él, por ejemplo un texto constitucional, sería rechazado por un electorado mayoritariamente fastidiado con quienes han sido sus promotores y han negociado las bases -los bordes- para producirlo. Por otro lado, algunos estudios sugieren que la ciudadanía estaría acumulando niveles de rabia que podrían dar origen en algún momento futuro a brotes de violencia como los que se vivieron en 2019.
Pero, ¿cómo es que de pronto se habría juntado tanta rabia en una sociedad que ha experimentado, comparativamente, condiciones más benévolas que otras, desde que la crisis sanitaria trastocó la normalidad en casi todos los aspectos de la vida, sobre todo en América Latina?
De hecho, no hace tanto que el país destacaba a nivel mundial por la gestión de la pandemia: los chilenos fueron de los primeros en vacunarse, permitiendo la sobrevivencia de miles de compatriotas -no sabemos quiénes- que de otra forma habrían enfermado gravemente y perecido a causa del Covid-19.
Mucho más recientes, para que hayan quedado en el olvido, son las masivas ayudas monetarias que recibieron las personas de parte del Estado (para paliar los efectos del encierro a que obligó la pandemia), “de proporciones monumentales” de acuerdo al economista Ricardo Caballero, a lo que cabe agregar los retiros sucesivos de sus propios ahorros previsionales. Mucho más presente, porque se transfiere todos los meses a más de dos millones de chilenos, es la Pensión Garantizada Universal que reemplazó los beneficios de vejez del Pilar Solidario, incrementando significativamente la cobertura y el monto. Tanto es así que de acuerdo a Bloomberg “Chile vuelve a liderar entre los mejores sistemas de pensiones en América Latina”.
Por último, cabría agregar el inusual congelamiento de las tarifas de algunos servicios básicos que se ha mantenido desde 2019 -sólo recientemente las del Transantiago fueron levemente reajustadas- y el hecho que más de medio millón de estudiantes de pregrado disfrutan actualmente de la gratuidad universitaria como nunca había ocurrido antes en el país.
¿Nada de todo esto influye en lo que sienten las personas y las familias respecto a su situación en un determinado momento del tiempo? ¿Es indiferente para ellos que se hayan entregado o se estén entregando beneficios de tal magnitud? Si esta fuera la conclusión entonces las iniciativas reseñadas, que demandan esfuerzos extraordinarios para ser materializadas, carecerían de valor para la ciudadanía, lo que no resulta creíble.
Notablemente, todos estos avances o beneficios -de los que apenas un puñado de países gozan en la región- han sido posibles gracias a políticas públicas impulsadas por el mismísimo sistema político que sería la causa de la rabia ciudadana. ¿Cómo se puede entender semejante contradicción? ¿Será el sistema de salud, todavía resentido por la pandemia, y sus interminables listas de espera? Este factor, desde luego relevante, por sí solo no explicaría un escalamiento de la anomia y la rabia. Tampoco el agravamiento de la inseguridad ciudadana y el incremento del narcotráfico, que lo que ha provocado es una inédita ola de temor en la población, lo que no es lo mismo ni mucho menos que la ira.
¿Podría ser más bien el tipo de rabia con la fuerte carga de subjetividad que resulta de la acción de esa “máquina de la furia” -en palabras del sociólogo norteamericano Jonathan Haidt- en que se han convertido las redes sociales? Efectivamente, es mucho más probable que la ira, si es cierto que la mayoría de los chilenos la está sintiendo en carne propia, sea en una proporción no despreciable el producto de ese constante flujo y reflujo que circula en las redes sociales, jugando un papel cada vez más efectivo en la construcción de percepciones que se nutren del sentimiento y la emoción, y muy poco de la razón y el discernimiento.
Lo cierto es que la rabia es una emoción fuerte que puede volver al sujeto “ciego y sordo” a la realidad, y que lo puede llevar a tomar decisiones inadecuadas o equivocadas. Bien se dice que la rabia no es buena consejera. Es de esperar que no sea el sentimiento predominante en la decisión del electorado en diciembre. (El Líbero)
Claudio Hohmann



