La política de los extremos-Claudio Hohmann

La política de los extremos-Claudio Hohmann

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He escrito últimamente sobre el proceso de autopercepción que nos formamos del país que somos y que habitamos, por la enorme incidencia que tiene esa variable en el devenir del país. Y es que lo que pensamos de nosotros mismos como sociedad nacional incide críticamente en el sistema político, el que a su vez procura influir en esa autopercepción -exagerándola o minimizándola, según convenga-, en un círculo que en la era de las redes sociales suele tener poco de virtuoso y mucho más de vicioso.

No es descaminado atribuir un rol determinante en el estallido social de 2019 a la autopercepción, por una parte, de un país abusado -por las AFP que supuestamente le birlaban los ahorros a los cotizantes y por una constitución “tramposa” que institucionalizaba los abusos-, y por otra, de la nación más “desigual del mundo”. Es difícil exagerar el efecto pernicioso que semejantes autopercepciones tienen en el cuerpo social. Casi nada puede ser peor que una sociedad convencida que las bajas pensiones tendrían su origen en el vil comportamiento de unas administradoras creadas precisamente para cuidar de los ahorros previsionales y, todavía más, para hacerlos rentar. Ni qué hablar de la corrosión que causa una carta fundamental supuestamente ilegítima -la de los “cuatro generales”, aunque poco y nada conservaba de esa autoría después de la profunda reforma llevada a cabo durante el gobierno de Ricardo Lagos-, de la que se desprendía una institucionalidad -se remarcaba sin descanso- diseñada para el abuso de los ciudadanos. Todo lo cual daba por resultado, se repetía también hasta la saciedad, el triste récord que nos atribuíamos de albergar entre nosotros la “desigualdad más grande del mundo”.

Uno de los efectos menos analizados de esas desmesuras, difundidas y viralizadas ad nauseam por las redes sociales, fue la previsible inclinación de la ciudadanía hacia propuestas políticas extremas, consistentes con la gravedad de tales supuestos. La Socialdemocracia concertacionista, de carácter reformista, de pronto quedaba fuera de juego. Lo suyo no eran los desarreglos institucionales a salto de mata. En consistencia con la autopercepción que predominó ampliamente a fines de la década pasada en el país, la política tomó entonces un rumbo inequívocamente refundacional. El reemplazo de la “Constitución tramposa” por otra orientada a superar la desigualdad y a eliminar los supuestos abusos que alentaba, se volvió la estrategia política dominante -a costa de la economía que se estancaba y de la seguridad ciudadana que menguaba a ojos vista-.

La vertiginosa emergencia del Frente Amplio en el sistema político durante la década pasada sólo puede explicarse por esa autopercepción desmesurada que consideraba a la refundación institucional como la única salida a la supuesta crisis que la subyacía. La elección del Presidente Boric, de la mano del voto voluntario, fue su más elevada expresión: en un cerrar de ojos, políticamente hablando, la doctrina refundacional había logrado asentarse en La Moneda. Pero la más extrema fue, ni que dudarlo, la elección de la Convención Constitucional, donde una amplia mayoría destituyente se abocó a darle forma constitucional a la refundación del país. Se sabe bien cómo fracasó estrepitosamente ese intento, esta vez de la mano del voto obligatorio.

¿Cuál es la autopercepción que nos hemos forjado los chilenos del país que se apronta a elegir al gobernante que sucederá al primer gobierno abiertamente de izquierda desde 1990? Cuando han transcurrido cuatro años desde que fue elegido Gabriel Boric el cambio es asombroso. Para la mayoría de los chilenos Chile se ha convertido en un país extraordinariamente inseguro, y consecuentemente, nuestro temor a la delincuencia se posiciona entre los más elevados del mundo. Por su parte, la corrupción es apreciada como un mal generalizado que ha penetrado al aparato público y a las principales instituciones. Al tenor de esas autopercepciones ahora seríamos uno de los países más inseguros y corruptos del mundo. Y, para peor, uno dotado de un Estado irremisiblemente fallido.

Similarmente a lo ocurrido en el ciclo político que está culminando, cuando el Frente Amplio -en el extremo izquierdo del espectro político- creció al calor de una autopercepción que exageraba e incluso deformaba la realidad del país, ahora las que están prevaleciendo -también exageradas, todo hay que decirlo- favorecen la elección del extremo derecho. Esta vez la víctima sería la centroderecha cuya vocación consensual y credenciales reformistas serían de escasa utilidad para hacer frente a la “emergencia” nacional.

Pero la experiencia del gobierno de la nueva izquierda muestra que el electorado lo debería pensar dos veces antes de recurrir a los extremos del arco político, confiando ciegamente en una autopercepción nacional que luego se muestra inconsistente. A poco andar Boric debió recurrir al experimentado Socialismo Democrático para gobernar, lo que con toda probabilidad haría por su lado un gobierno de extrema derecha: recurrir a los cuadros bien curtidos en el ejercicio del gobierno de la derecha tradicional.

¿No sería mejor entonces elegir directamente a la opción dotada de la experiencia y la experticia que son requeridas a raudales para gobernar en La Moneda? ¿No sería mejor elegir desde ya al poseedor de esas indispensables cualidades que al que las extrañaría más temprano que tarde cuando los conflictos y las tensiones se acumulen sin demora en el palacio de gobierno? Por supuesto que sería mejor. El electorado haría bien en considerarlo. (El Líbero)

Claudio Hohmann