Desde hace años se repite que la política se ha convertido en una disputa de “relatos”. Este fenómeno es el síntoma de una transformación profunda: el colapso de los partidos burocráticos de masas y de las identidades políticas estables que estos construyeron durante el siglo XX.
Aquellos partidos ofrecían marcos ideológicos coherentes, trayectorias reconocibles y una lealtad electoral que no dependía de estímulos emocionales inmediatos. Cuando esa estructura se desmoronó, muchos supusieron que sería reemplazada por un electorado más reflexivo e informado. Eso no ocurrió.
En lugar de una ciudadanía deliberativa, emergió una política que prioriza las emociones no como componente legítimo del juicio político, sino como sustituto de cualquier proyecto colectivo articulado. El vacío dejado por la crisis de un modelo de partido burocrático e ideológico fue llenado por afectos reactivos: indignación, miedo, resentimiento. La adhesión dejó de ser positiva para transformarse en negativa, y la identidad política pasó a definirse más por el enemigo que por el horizonte común.
Las plataformas digitales y la lógica algorítmica favorecen sistemáticamente mensajes simples, confrontacionales y emocionalmente cargados. Sin embargo, la política de la irreflexión no es solo efecto de los medios contemporáneos, sino resultado de prácticas políticas concretas que han erosionado los incentivos para pensar y deliberar.
Una de esas prácticas es la sustitución del proyecto por la consigna. Conceptos amplios y emocionalmente potentes –orden, dignidad, libertad– reemplazan propuestas verificables. A ello se suma la moralización del conflicto político: el adversario deja de ser un competidor legítimo y pasa a ser una amenaza ética. Esto clausura la reflexión: si el otro encarna el mal, comprenderlo se vuelve innecesario.
Otra contribución es el uso estratégico de la ambigüedad. Programas vagos, discursos diseñados para admitir lecturas incompatibles y silencios calculados no abren espacio a la deliberación, sino que la desactivan. Se suma un desprecio tácito por la rendición de cuentas: se promete sin explicar costos, se diagnostica sin asumir consecuencias. La irreflexión no es una anomalía: es un comportamiento “racional”.
Thomas Mann lo captó con lucidez en Doctor Faustus, cuando pone en boca del demonio una frase reveladora: “No es la crítica lo que nosotros promovemos; eso lo hace Dios, que tanta importancia da a la razón. Lo que nosotros buscamos es la espléndida irreflexión”. Esa irreflexión espléndida es hoy el combustible central de buena parte de la política contemporánea.
El problema no es que existan emociones en la política: siempre las hubo. El problema es que se haya roto el equilibrio entre emoción y deliberación, entre identidad y argumento. Cuando la política renuncia a explicar causas complejas y se limita a excitar pasiones reactivas, deja de formar ciudadanos capaces de juzgar y pasa a administrar estados de ánimo volátiles.
Revertir esta deriva requiere reconstruir mediaciones institucionales, recuperar lenguajes comunes y fortalecer formas de representación capaces de articular intereses diversos. Parte fundamental pasa por superar el modelo de partidos como puros vehículos electorales y avanzar hacia partidos programáticos, con identidades ideológicas claras y capacidad de pensar en el largo plazo, pero adecuados a la sociedad de hoy. Supone también recuperar espacios de conversación política que no sean trincheras.
Esto exige, asimismo, empatía genuina con las ansiedades que alimentan emociones reactivas, paciencia para explicar sin condescender, medios dispuestos a resistir la tentación de la caza de clics y ciudadanos dispuestos a tolerar la incomodidad de la complejidad.
Sin eso, la política seguirá atrapada en la irreflexión: eficaz para ganar elecciones, pero corrosiva para la confianza cívica y empobrecedora para la democracia. (El Mostrador)
Eduardo Saffirio



