La peste entre nosotros

La peste entre nosotros

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En la ciudad de Orán, asolada por la peste bubónica, diversas personas sin ningún atributo especial descubren que la manera más efectiva de enfrentar la amenaza no radica en los gestos heroicos individuales, en la fe o en las certezas absolutas, tampoco en la restricción de libertades supuestamente para su propia protección, sino en la cooperación cotidiana y muchas veces forzada entre personas distintas. Es la trama central de La Peste, la novela de Albert Camus, en la que el autor sugiere que la solución a los problemas comunes no nace de la unanimidad, sino de la responsabilidad compartida frente a una realidad que nadie controla por completo.

Camus, que publicó esta novela en 1947, no tenía por qué suponer que ese mensaje iba a resultar perfectamente aplicable a nuestra realidad política de los años que siguieron al término de la dictadura militar, período que conocemos como “transición”. En mi comentario de hace una semana me referí en extenso a las virtudes de ese período en el que, en mi opinión, la gobernabilidad se fundó esencialmente en la capacidad de persuadir y consensuar. Durante él, gobierno y oposición, una y otra vez, tendieron puentes, cedieron posiciones y construyeron acuerdos que permitieron avanzar en agendas legislativas de una manera que el expresidente Aylwin definió, aludiendo a la justicia transicional, como “en la medida de lo posible”. Fue, en suma, un período en que se cultivó una cultura política basada en la deliberación, el reconocimiento del otro y la moderación.

Durante años, el mundo progresista y yo mismo interpretamos esa etapa como el resultado casi exclusivo de una virtud política propia: la voluntad de diálogo, la moderación programática y la cultura del acuerdo que habíamos alcanzado sobre todo en el Partido Socialista como efecto del proceso de renovación que vivimos en el período previo. Esa lectura, sin embargo, omitía un elemento que la práctica de esa experiencia nos reveló a no mucho andar: para que esa voluntad nuestra pudiera manifestarse en logros prácticos, era necesaria una voluntad equivalente en aquellos con quienes nos relacionábamos cotidianamente como adversarios buscando soluciones comunes. Y, ya lo señalé hace una semana, esa voluntad estuvo presente en las Fuerzas Armadas y en quienes habían sido seguidores o buscaban preservar aspectos de la obra que esas Fuerzas Armadas habían desarrollado durante los años de su dictadura.

Era algo fácil de entender y reconocer porque, y esto es casi axiomático, una transición política entre dos regímenes, en un marco democrático y pacífico, sólo es posible si las dos partes están de acuerdo en ello. Pero es una verdad incompleta, porque hubo un elemento que estuvo presente de manera permanente durante ese período y que hasta ahora no hemos valorado en su completitud: el hecho que gran parte del diálogo y la decisión de llegar a acuerdos no fue solo una opción ética o estratégica, sino también una necesidad impuesta por el sistema electoral, el llamado “binominal”. Recordar ese dato no reduce el mérito de los acuerdos alcanzados, pero sí permite comprenderlos en su real dimensión institucional.

El sistema binominal, razonablemente cuestionado por su baja proporcionalidad y por favorecer la sobrerrepresentación de las minorías, produjo sin embargo un efecto político decisivo: hizo prácticamente imposible que una sola coalición controlara el Parlamento. En ese contexto, la aprobación de reformas estructurales -incluidas aquellas de rango constitucional- exigía acuerdos transversales. La “binominalidad” operó, así, como un mecanismo de equilibrio forzado, que inhibía la imposición unilateral y en buena medida obligaba a oficialismo y oposición a moderar posiciones y buscar entendimientos básicos. Por ello quizás no sea abusivo pensar hoy que esa voluntad de negociación y acuerdos tal vez se habría manifestado con otra intensidad o con otras modalidades de no haber existido ese sistema electoral que creaba en la práctica un “empate” parlamentario; admitir la posibilidad de que, quizás con otro sistema electoral que nos hubiese dado mayoría en las cámaras del Parlamento, nuestra actitud hubiese sido diferente; en suma, pensar si acaso ese sistema fue el catalizador que propició, como en la novela de Camus, la cooperación cotidiana, imperfecta y a veces forzada, entre personas distintas.

Un fenómeno comparable se observa hoy. José Antonio Kast ha sido electo con un programa presidencial, claro, pero sin mayoría parlamentaria. No se trata de una traba diseñada previamente, como lo fue el binominal, sino el resultado del sistema proporcional que substituyó a aquel y que llevó a la ciudadanía a distribuir su apoyo de manera fragmentada en la elección parlamentaria reciente. El efecto político, sin embargo, es similar: ninguna reforma relevante puede prosperar sin negociación y ningún proyecto de largo alcance puede aprobarse sin incorporar a sectores opositores.

Recrear -con otros actores y en otro contexto- una etapa en que la política chilena fue capaz de construir acuerdos relevantes porque nadie podía imponer su voluntad por sí solo, exige esfuerzos y voluntad. Exige a la oposición no entender la falta de una mayoría parlamentaria del gobierno como debilidad a aprovechar y exige al gobierno la comprensión de que la solución a esa debilidad no radica en la “pesca” a cualquier precio de votos aislados en el parlamento, sino en la consideración honesta de las ideas del otro y en la construcción colectiva de soluciones.

Es el momento, en consecuencia, de que en un escenario que -guardando las diferencias ya anotadas- es esencialmente el mismo de inicios de la transición, nos probemos todos, gobierno y oposición, que nuestro comportamiento en esa transición que el mundo considera modélica no fue sólo el efecto de un sistema electoral que nos forzó a ello, sino que ahora, como entonces según queremos creer, estamos dispuestos a compartir responsabilidades; a dejar de lado rencillas y viejos agravios y a manifestarnos dispuestos a escuchar al otro y admitir que su razonamiento, diferente al nuestro, es sin embargo tan honestamente sentido como el nuestro.

Que ese otro merece no sólo ser escuchado, sino también tenido en cuenta en un posible acuerdo político que permita la solución a problemas como la inseguridad pública o el déficit de atención en nuestro sistema de salud, problemas tan apremiantes para nosotros como lo fue la peste para los habitantes de Orán. (El Líbero)

Álvaro Briones