La nostalgia de la cueca y el rodeo

La nostalgia de la cueca y el rodeo

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El pleno del Consejo Constitucional acaba de suprimir la regla que instauraba al rodeo como deporte nacional y a la cueca como su baile. Y esta supresión acaba de ocurrir en vísperas de la fiesta nacional, ¿es razonable que, a esos símbolos de la chilenidad, como se les ha llamado una y otra vez, se les haya negado la dignidad de aparecer en la Constitución?

La respuesta a esa pregunta depende, como es obvio, de en qué consista la identidad chilena.

Nos gusta creer que la identidad de un pueblo radica en ciertas cosas (lo que los sociólogos llaman cultura material) y entonces parece sensato proteger esas cosas como una manera de asegurar que la identidad persevere. Pero lo más probable es que la identidad de un colectivo (al igual que la de un individuo) no radique en las cosas que tiene o atesora. Si usted piensa que su identidad está atada a la posesión de una cosa, y entonces cuando la pierde o la olvida teme haberse perdido a sí mismo, de manera que desata, cada vez que eso ocurre, una búsqueda desesperada al extremo que todo lo tiene sin cuidado, salvo saber dónde está eso que perdió (como en el poema de Parra, “Supongamos que fue un hombre perfecto/supongamos que fue crucificado (…) lo que yo desearía aclarar es el enigma del cepillo de dientes/hay que hacerlo aparecer como sea”), entonces usted debería ir al psiquiatra.

Así, entonces, debiéramos descartar la tentación fetichista de creer que la identidad está depositada en un objeto o en un baile o en una práctica recreativa, sea la cueca, la empanada, el caballo, el rodeo, el palo ensebado, la fonda, el poncho u otras cosas semejantes a las que por estos días aparecen una y otra vez en los noticieros televisivos o en los diarios o en las páginas sociales (en alguna de las cuales se ve a personas que para homenajear la civilidad se atavían con poncho o sombrero).

Pero si no es allí, ¿dónde entonces radica nuestra identidad?

En uno de sus varios ensayos (escribió cientos), Julián Marías sugiere abrir un diccionario o una enciclopedia y buscar el nombre de una cosa y luego el de una persona, ¿qué los diferencia a la hora de definirlos? En el caso de una cosa, la definición de lo que es incluye una suma de características que la constituyen (su forma, el material, sus propiedades); pero en el caso de una persona (Marías sugiere buscar Cervantes), la única forma de definirlo es relatar lo que hizo, lo que padeció o hizo padecer, lo que escribió y lo que le pasó, lo que deseó o anheló, en suma, para saber quién es Cervantes, o cualquier otro individuo humano, pero lo mismo ha de decirse de una sociedad, hay que contar una historia.

Eso.

La identidad de un pueblo, como la de una persona, deriva de la historia que ha vivido. La identidad de Chile derivaría entonces de la historia que somos capaces de narrar acerca de nosotros.

Lo anterior —el hecho de que la identidad de un pueblo deriva de la historia que es capaz de narrar acerca de sí mismo— conduce a descartar y desechar cualquier fetichismo como ese del rodeo y de la cueca, a la hora de rescatar y cuidar la identidad.

Y en vez de eso es necesario ocuparse de la historia que, para conferir identidad colectiva, debe ser una historia compartida, relatos, momentos inaugurales, otros dramáticos, alojados en la memoria y en la que todos sean capaces de reconocerse.

Pero ¿existe esa historia? Hasta hace no demasiado tiempo, no cabía dudas de que sí, de que esa historia existía. Pero desde hace algunas décadas (y no vale detenerse aquí en las causas de cómo esto pudo haber ocurrido), esa conciencia compartida evidentemente se ha trizado. La conciencia nacional que se forjó desde el XIX con la ayuda de la Iglesia y del Estado, y que se expandió en las nuevas generaciones con la escuela y los ritos, y conforme a la cual nuestras raíces estaban entrelazadas en acontecimientos que poseían, para todos, el mismo significado, ha entrado en crisis. Hoy esa conciencia debe reconocer (para mencionar nada más uno de los múltiples desafíos) la multiculturalidad, la diversidad étnica por siglos ocultada, y ello obliga a revisar buena parte de la autocomprensión de lo que somos.

Freud en sus escritos sobre fetichismo explica que el fetiche es un sustituto de una pérdida. Quizá aquí esté la explicación de esta insistencia en el rodeo y la cueca: una manera inconsciente de compensar la pérdida de una historia compartida. (El Mercurio)

Carlos Peña