El caso de La Manada en España y el de las actrices en Chile que acaba de revelar la revista Sábado de «El Mercurio», plantean un problema de urgente consideración: el abuso normalizado, naturalizado, al extremo de considerar que quienes ahora lo denuncian eran en verdad partícipes. ¿Acaso esas mujeres -se dirá- se opusieron a lo que ahora se quejan?
Para comprender por qué estamos en presencia de abusos -aunque no haya fuerza explícita-, basta considerar un par de ejemplos.
Uno de ellos lo debemos a Truman Capote, el gran autor norteamericano; el otro a Ibsen, el dramaturgo noruego del diecinueve.
Capote entrevistó alguna vez para Vanity Fair a Marilyn Monroe, cuya figura exagera, hasta la caricatura, lo que en la cultura de los medios masivos llegó a ser alguna vez lo femenino. Pues bien, en esa entrevista, Marilyn le dice a Capote algo que resume bien la vida de muchas mujeres, exitosas o no (y para qué decir la de la víctima de La Manada o las actrices que revelan sus historias en Sábado): tú no sabes lo que una mujer debe hacer sin que medie su consentimiento, su auténtico consentimiento interior. Ibsen, por su parte, escribió como es sabido «Casa de muñecas». En ella, Nora declara que puede hacer todo lo que quiere porque solo quiere hacer aquello que debe hacer.
Marilyn hizo lo que en su auténtico consentimiento no quería hacer; Nora quiere lo que debe. Ambas, cada una a su modo, ven negada su autonomía, la soberanía de su voluntad respecto de sus vidas.
Tanto Capote como Ibsen -separados por casi un siglo, y escribiendo desde realidades tan diversas- muestran en esas escenas la que quizá sea la circunstancia que, todavía, a pesar de todos los esfuerzos, los discursos y los empeños, sigue caracterizando la vida cotidiana de muchas mujeres: padecer esa dominación casi atmosférica que Marilyn Monroe retrata tan bien: vivir muchas veces y tolerar actos y conductas sin que medie su consentimiento, su auténtico consentimiento interior. ¿Acaso no es eso lo que ocurre cuando todo, desde la gestualidad al oficio que se puede ejercer, y al margen del éxito o del fracaso que se alcance en él, se encuentra disciplinado por la condición de lo femenino como papel?
No cabe duda. Lo que las mujeres tienen en común no es, desde luego, la forma de su cuerpo ni la lozanía o la vejez de sus años, menos la trayectoria vital que les ha tocado en suerte; lo que ellas comparten, sea que las rodee el éxito o el fracaso, es el género, una de las construcciones sociales más porfiadas de todas las que existen en la cultura que, disfrazada con el ropaje de la naturaleza, dispone para las mujeres una posición de desventaja en la vida social.
El concepto de género, que tanto escozor suele incluso hoy causar entre los sectores conservadores (que ven en él una amenaza al orden de las familias, para citar el título de un espléndido cuento de J. Edwards), alude a la construcción social de una cierta identidad que reposa sobre el sexo. El género es una definición social de los papeles que a cada uno cabe en este mundo, que parece mimetizarse con la eternidad; pero que es contingente y está atada a ciertos intereses, a una cierta disposición de la estructura social que acaba subordinando de múltiples y torcidas formas a las mujeres.
Una de las maneras más solapadas con que se efectúa esa subordinación la constituye la distinción entre lo público y lo privado. Conviene revisarla, porque en ella se agazapa buena parte de las coartadas con que todavía nos acercamos a este problema.
Mientras lo público se caracterizaría por el poder, la competencia, lo racional y lo calculable, lo privado sería el ámbito de la sexualidad, la cooperación desinteresada, la espontaneidad y la emoción. De un lado, continúa este relato que ha inspirado buena parte de nuestra cultura, se sitúa lo masculino, del lado de lo público; del otro, del lado de lo privado, lo femenino. La distinción constituye así verdadero encubrimiento ideológico de la realidad, puesto que la familia es también el ámbito del poder, y el mercado el del erotismo, y en ambos, en la realidad, las mujeres están subordinadas.
Por supuesto, tanto La Manada como el director de televisión o cualquier otro en una situación como la suya, esgrimirán la cultura y las costumbres, además de la inacción de las víctimas, como coartadas para evitar el reproche y la pena; pero si se tolera que lo hagan, se estará consintiendo que sea el género, esa asignación artificial de papeles, el que acabe teniendo la última palabra. (El Mercurio)
Carlos Peña



