El lugar que les cabe a los tecno-empresarios en la configuración del nuevo orden internacional inunda los debates en todo el mundo occidental por estos días. Es una discusión nueva en algunos sentidos, especialmente en lo concerniente a su impacto en los países más avanzados, pero no es nueva en cuanto a su naturaleza. La participación de los más ricos de una sociedad ha estado desde siempre en el centro de los debates públicos.
En este caso, lo nuevo es que se trata de empresarios relacionados con la alta tecnología. Es esa la cualidad que ha desatado críticas masivas, especialmente desde ese sub-mundo compuesto por corrientes liberales, izquierdistas tradicionales, neomarxistas, woke y otras.
Hay fuerte irritación ante la activa presencia de estos tecno-empresarios en el gobierno de Trump. Hay irritación ante el rol protagónico que, en general, están asumiendo. Hay irritación por sus eventuales efectos “negativos” sobre el debate público y sugieren que éste se ha vuelto “poco democrático”. Desde luego que irrita también el acercamiento que tienen con partidos denostados como “ultraderechistas”. El saluto romano de Elon Musk el día del triunfo de Trump llegó a ser tachado de nazi.
Es un listado de irritaciones que parecen sacadas de un anecdotario. Lo realmente curioso y lamentable es que nadie, o que muy pocos, se interroguen acerca de qué tracciona esta irrupción. ¿Por qué es este tipo de empresarios, y no otros que, por ejemplo, fabriquen zapatos, celulosa, ropa o alimentos? La irrupción de estos tecno-empresarios no responde a una simple casualidad.
A primera vista, aquí subyace la existencia de dos familias de críticos. Por un lado, los sobre-ideologizados y, por otro, los afectados por un síndrome de privación. Estos últimos se sienten desplazados de los procesos decisionales y les resulta ultrajante perder el protagonismo de antaño.
Una de las figuras centrales de esta familia de críticos es Steven Levitsky, un politólogo liberal muy reconocido. Para él, el gobierno de Trump es “patrimonialista”. Se lamenta de no haber divisado aquello durante el primer mandato. Agrega estar preocupado por el aire de normalización de estas tendencias patrimonialistas.
Dado que Levitsky es de verdad un influencer, seguramente se da cuenta de que su influencia es tempi passati. Debe exudar felicidad genuina cuando se le cita con entusiasmo en los ambientes intelectuales progresistas. Especialmente recurrida es una obra que escribió hace algunos años con Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias. Es uno los libros sagrados de quienes se sienten “horrorizados” con el destino del mundo actual. Un sentimiento doblemente fuerte, pues ellos asumen que los problemas de Occidente son los problemas de todo el planeta. Sin embargo, ni en el libro ni en sus numerosas entrevistas o conferencias se observa un ápice de autocrítica. Da la sensación que para él, hasta antes de Trump, la democracia era una pieza de relojería suiza. Sin embargo, sus planteamientos son tan rebuscados y arrogantes, que traen a la memoria a esos historiadores que le señalan a los soldados japoneses de la Segunda Guerra Mundial perdidos en algunas islas del Pacífico, dónde y cuándo combatieron.
Sin embargo, el problema más ígneo proviene de la otra familia de críticos; esa de los poseídos por una sobre-ideologización. Son aquellos que alaban a los empresarios “buenos” y “ejemplares”; dotados de “conciencia social”. Hay tres grandes íconos.
Por un lado, a Giangiacomo Feltrinelli, un millonario y militante del Partido Comunista italiano, quien, por influencia de Fidel Castro y de Ernesto Guevara, terminó rompiendo con el PC y financiando un grupo propio de guerrilla urbana. Luego, otro millonario “ejemplar” fue Alexander Schalck-Golodkowski, quien coordinaba toda clases de negocios de la RDA con países occidentales, desde grandes importaciones industriales hasta tratativas financieras. Sus méritos le granjearon los ocho más altos reconocimientos de la RDA. Por último, a Armand Hammer, el estadounidense dueño de varias petroleras entre las décadas del 50 al 70, quien multiplicó su fortuna gracias a los numerosos negocios con la URSS, producto de su amistad con Leonid Brezhnev. Hasta actuó de intermediario en cuestiones políticas. Fue el que llevó a la Casa Blanca el deseo soviético de terminar su aventura militar en Afganistán y las condiciones para negociar la salida. Era un empresario “ejemplar”.
Dividir a los empresarios entre amigos y enemigos, entre “buenos” y “malos”, permite entender que el prisma lo da esa cosa subjetiva de sentenciar cuán comprometidos estén o no con las ideas progre.
Sin embargo, esas dos familias de críticos tienen un punto en común. No desean (quizás no pueden) comprender que el mundo post Guerra Fría se ha tecnologizado a niveles inimaginables hasta hace muy poco. Especialmente abominables encuentran la instantaneidad de la comunicación a nivel planetario y la democratización a rajatabla de los flujos informativos. Es un mundo al que cuesta adaptarse y que, lamentablemente para ellos, va in crescendo. De nada sirve abandonar la plataforma X, pues se trata de un orden enteramente nuevo, al que las generaciones más jóvenes se adaptan con suma facilidad. La tecnologización les permite superar lo que denominan FOMO (Fear of Missing Out – temor a perderse algo de lo que está ocurriendo).
Por otra parte, y en términos generales, es evidente que las redes sociales cautivan a los seres humanos, independiente de donde estén. Incluso en países paupérrimos, como Haití, Cuba, o los africanos, los teléfonos inteligentes son uno de los bienes más apetecidos. En tanto, las apps son una fuente inagotable de negocios muy lucrativos en todo el mundo.
Nadie está, por cierto, obligado a usar WhatsApp, Tiktok, Instagram, Waze o Spotify. Pero nadie podría negar el poder magnético de la tecnología. Tampoco se podría negar que la vorágine de cambios provoca asombro.
Trump ha captado estas necesidades. Por eso ha hecho de los tecno-empresarios actores ineludibles de cualquier configuración política. Le parecen razonablemente útiles a sus planes.
Por ejemplo, se sabe que Trump desea construir un escudo antimisiles, similar a la “cúpula de hierro” instalada por Israel. No es un simple gusto. Es un instrumento que provocó una superioridad estratégica casi irremontable en la región. Por las dimensiones del territorio estadounidense, se trata de una tarea gigantesca. El sentido común indica que es imposible de ejecutarla sin el apoyo de grandes empresas tecnológicas.
Luego, entiende que el futuro de EE.UU. pasa por la inteligencia artificial, aplicada no sólo a la seguridad y la defensa, de por sí fundamentales, y que es condición sine qua non trabajar con las empresas tecnológicas de punta.
Esto también lo sabe Pekín, y desde hace ya varios años. Es la alianza de la política con los tecno-empresarios lo que les ha permitido llegar a lugar donde están. Mao quiso ser superpotencia, pero aparte de sus bravatas (“el imperialismo es un tigre de papel”) o de sus actitudes nihilistas (“con 300 millones de muertos soportamos cualquier ataque atómico”), sólo consiguió mantener a su país en la pobreza. Fue Deng quien comprendió que debía desatar las fuerzas del mercado y ahora es Xi, en alianza con las tecnológicas, quien consigue situar al país como superpotencia. El ejemplo más reciente es la irrupción de DeepSeek hace algunos días. En materia de inteligencia artificial planteó un desafío único.
El malestar de las familias progre, por lo tanto, está condenado a seguir en eso. Transmitiendo malestar e irritación. (El Líbero)
Iván Witker



