Días atrás en un seminario de negocios la periodista norteamericana Mary O’Grady expresó una idea que nos debería hacer reflexionar a los chilenos, quizá más que a ninguna otra sociedad del entorno latinoamericano. Dijo la columnista del Wall Street Journal que “toda generación requiere ser educada en materia de libertad y democracia”.
Es fácil convencerse que estos logros de la modernidad, una vez que se establecen y se arraigan -o se recuperan como sucedió en Chile en 1990-, configurando profundamente el devenir social y político de una nación, se mantienen en lo alto de la valoración ciudadana y no corren mayormente el peligro de perderla. Esa falsa seguridad se sustenta en la convicción que los beneficios de la libertad y la democracia son tan evidentes para todos, que luego de instituidos en el sistema político y gozados sus frutos sin limitaciones por la ciudadanía toda -la democracia no excluye por definición a nadie-, no habrá ciudadano que los pueda minusvalorar ni mucho menos renegar de ellos.
Se trata de un error garrafal. La libertad y la democracia son bienes extremadamente frágiles, como lo demuestra sobradamente la historia. No es sólo que se alcanzaron en lo que podríamos decir “la última milla” de la civilización, sino que las naciones que los gozan actualmente son una minoría en la humanidad y ninguna ha estado inmune -ni lo está actualmente- de la amenaza que se cierne permanentemente sobre el régimen democrático y la libertad. Sin ir más lejos, los chilenos conmemoraremos en menos de tres meses el dramático quiebre de la democracia hace cincuenta años. Nuestro devenir transcurrió sin ella algo más de un tercio del medio siglo que siguió al golpe de estado.
Las generaciones que no experimentaron en carne propia la pérdida de la democracia y la libertad, ni fueron actores de la extraordinaria gesta que permitió recuperarlas pacíficamente, esto es, las generaciones que nacieron en los últimos años de la dictadura y los inmediatamente siguientes después de su término, entre ellas los millennials, suelen considerar esos logros civilizatorios como parte del inventario, aquello que se da por descontado. Y es que, contrario a lo que avisa Mary O’Grady, no fueron alertados de su inherente fragilidad ni de los valores que desaparecen de la trayectoria vital de las personas cuando de pronto la democracia y la libertad se pierden irremisiblemente.
Esas generaciones, los jóvenes treintañeros de la actualidad, gozaron de algunos de los mejores momentos de la República, en la plenitud de la democracia (no por nada la revista The Economist la ha clasificado entre las mejores del mundo) y también del crecimiento económico, que permitió reducir la pobreza a niveles cercanos a los de países desarrollados. Han disfrutado también de la más plena libertad que se pueda concebir en una sociedad del siglo 21, y del avance de las extraordinarias tecnologías que no demoran en ser importadas a nuestro país para luego masificarse.
Pero así y todo creyeron que algunos de los peores males de las sociedades actuales se habían entronizado aquí entre nosotros. Creían vivir en el “país más desigual del mundo”, aunque la desigualdad se reducía en Chile a mayor velocidad que en países similares al nuestro, y la suya era la cohorte de chilenos con la menor desigualdad de la historia nacional. Se convencieron que los empresarios eran “extractivistas” y “rentistas”, aunque las exportaciones, no solo la minera, crecían a las tasas más altas de la Región, transformando al país en la principal nación exportadora de esta parte del mundo (como proporción de su población). No dudaron casi del “robo legalizado de las AFP”, una suerte de colosal estafa ponzi, y que esa era la causa de las bajas pensiones, hasta que los retiros de los fondos confiados a esas administradoras mostraron que no sólo no habían sido birlados, sino que habían rentado convenientemente para sus cotizantes. Se creyeron eso de que el “crecimiento se lo quedan los ricos” y renegaron de él, hasta descubrir que su insuficiencia -que ya se torna crónica- revierte en menor empleo y en pobreza. Convencidos que las empresas “no pagan impuestos” suelen apoyar sin reservas incrementos impositivos que ya las tienen entre las que más tributan en la OCDE, haciéndolas menos competitivas y amenazando con ello la inversión. Consideraron la seguridad ciudadana una forma de “criminalización”, uno de sus conceptos preferidos, hasta percatarse que sin ella se diluye el Estado de Derecho y campea la inseguridad en los barrios y en los campos.
Se persuadieron que ese país, el resultado mal habido de un neoliberalismo desenfrenado y no de la modernización capitalista, había que refundarlo. El plebiscito de septiembre les mostró la magnitud de su grueso error de cálculo.
La generación más educada de nuestra historia -nunca más chilenos completaron la enseñanza media y carreras universitarias- no fue, vaya paradoja, suficientemente educada en materia de libertad, democracia y desarrollo. Y, sin embargo, ninguna fue políticamente tan exitosa y alcanzó el poder tan tempranamente. Pero allí ha descubierto, para su desolación, que casi nada de lo que creía era parcial o enteramente cierto. Se está educando sobre la marcha, hay que reconocerlo, en el terreno más empinado y jabonoso imaginable, en las cumbres del poder, donde apenas hay tiempo y espacio para asignaturas pendientes de ese calado. (El Líbero)
Claudio Hohmann



