La importancia del hecho inesperado

La importancia del hecho inesperado

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Imagine que se encuentra frente a su televisor, a pocos minutos de que comience la final del Campeonato Mundial de Fútbol. Los dos equipos que han llegado a ese partido son, probablemente, los mejores del planeta. Sabe que, como toda final de Mundial, será un partido apretado, tenso; con poco brillo, pero mucha emoción. Una final no es la ocasión para arriesgar; los dos equipos, en consecuencia, jugarán contenidos, esperando su oportunidad. Así, lo más probable es que el partido llegue a un alargue e incluso a una definición por penales. Usted está preparado para todo eso. Tiene a la mano una cerveza y en el refrigerador se están enfriando todas las que sean menester. Los platos con papitas fritas, frutos secos, quesos y galletitas están desplegados como un pequeño ejército sobre la mesa delante de usted, listos para entrar en acción. Lo rodean sus dos mejores amigos o quizás su hermano y su primo más querido. Al terminar habrá un asado, claro, aunque eso será mucho más tarde. Ahora lo que corresponde es disfrutar de las próximas horas de ansiedad e incertidumbre.

Comienza el partido y, al minuto de juego, uno de los equipos anota. Y en ese momento usted sabe que ya nada va a ser como lo había imaginado. Los equipos jugarán de otra manera y el partido será distinto. Lo más probable es que no haya alargue y todo se defina antes de lo esperado. Hasta las cervezas y las papitas fritas, ahora, van a saber diferente.

Es el hecho inesperado. Aquel que lo cambia todo.

Los seres humanos vivimos deseando el hecho inesperado. Lo ansiamos, aunque, en el fondo de nuestro ser, sabemos bien que lo inesperado es poco probable y que, en la naturaleza y las relaciones sociales, lo esperado es también lo probable. Que las cosas son como deben ser.

La política no escapa a este destino, pero tampoco escapa a la ansiedad por lo inesperado. Y esa angustiosa espera de lo raro, de aquello que cambiará todo, se acentúa cuando, como ahora en los días que preceden al 29 de abril, todo parece difuso. Ese es el día en que deben terminar de inscribirse las elecciones primarias y en el que, en consecuencia, todas las cartas se habrán dado vuelta.

Pero eso ocurrirá el 29 de abril, mientras tanto nada parece claro y pocos miran a lo esperado, a lo lógico, a lo que ha venido tomando forma en los últimos meses; por el contrario, todos parecen esperar, desear, lo raro. El camino más rápido para alcanzar la satisfacción de esta ansiedad es asignarle un valor extraordinario o inesperado a algo que en realidad es esperado.

La noticia que conmovió a todo el mundo el pasado jueves (y no es una exageración: la noticia recorrió el mundo), fue la destitución de la senadora Isabel Allende por el Tribunal Constitucional. Durante las horas inmediatamente posteriores, principalmente desde las filas del Partido Socialista, se escucharon reacciones que alcanzaron el rango de portentos de intemperancia. Buena parte de ellas hacían referencia a la indecorosa idea de que ciertos ministros del Tribunal Constitucional, por sus supuestas inclinaciones políticas, debían haber rechazado esa destitución pasando por encima de toda consideración a la justicia y el Derecho.  Sobre esa base se desprendieron toda clase de conclusiones, algunas fantasiosas y otras simplemente absurdas, todas las cuales, más o menos, convergían en la idea de que con ello se disolvía el pacto oficialista.

Ahora bien: ¿el capítulo final del lamentable y muy penoso episodio que envolvió a la familia Allende fue un hecho inesperado? ¿Acaso cabía la posibilidad de que el Tribunal Constitucional fallara de un modo distinto de como lo hizo? En realidad, lo único inesperado fue que un ministro y una ministra de ese tribunal hayan fallado en contra de una destitución basada en una acción vedada, no por una ley sino por la mismísima Constitución y de manera expresa. ¿Por qué entonces las reacciones desmedidas de quienes, basándose en ese esperado fallo, arribaban a conclusiones casi apocalípticas? Solo cabe una explicación: esas conclusiones no eran tales, sino la verbalización de aspiraciones que el supuesto hecho inesperado permitió, por fin, proclamar sin pudores.

El pretexto del hecho inesperado para externalizar lo que de verdad se siente o se piensa, tiene toda clase de expresiones. Y hay quienes los imaginan en tamaño gigante: que Kast se da por perdido y apoya la candidatura de Kaiser, con lo que este quedaría como número puesto para pasar a segunda vuelta en noviembre; que Michelle Bachelet decide ser candidata y dar vuelta el tablero del oficialismo; que es Matthei quien se da por perdida y deja a Kaiser y Kast enfrentándose solos para ver quién pasa a segunda vuelta.

Todo esto lo dicen en público o en privado periodistas, opinadores, hijas e hijos de vecino. Nadie en cambio, o muy pocos, se atreven a decir lo obvio, lo que ha tomado forma durante los últimos meses: que la derecha llegará a noviembre con dos candidatos extremos y una candidata de centro derecha; que esta candidata tendrá su propia primaria con otros partidos de centro; que habrá una primaria del oficialismo porque es lo que más le conviene a todos sus partidos, que de allí saldrá una candidatura única de todos ellos; y que habrá candidatos menores que llegarán a noviembre sin saber siquiera ellos mismos por qué llegaron allí.

¿Por qué no aceptar lo que se ha venido fraguando públicamente durante el último tiempo y está a la vista de todos? Porque -me contestan- en las anteriores elecciones presidenciales, a estas alturas, el favorito de la derecha era Lavín y de Boric ni siquiera se hablaba en la izquierda… y ya ve lo que pasó. Esa es una realidad que no se puede negar, como tampoco se puede negar que lo inesperado a veces puede ocurrir (siempre es posible que un equipo marque un gol al minuto de juego en la final del Mundial), pero lo que lo hace inesperado es su improbabilidad. Quienes, ansiosos, esperan que en este proceso electoral nuevamente ocurra lo improbable, están en realidad viviendo la paradoja de hacer de lo inesperado lo esperado, de hacer de lo improbable lo más probable, de negar, en suma, la realidad, e instalarse a vivir en la irrealidad, en la fantasía. (El Líbero)

Álvaro Briones