Ante la posibilidad de retomar el gobierno, más remota de lo que las traicioneras encuestas sugieren, las personas más despiertas de la derecha chilena -Hernán Larraín- han sabido diagnosticar uno de los principales problemas a los que se enfrentará un retorno triunfante: el de la gobernabilidad. No solo por las presiones externas -Chile salió a la calle sin saber a qué hora regresará a casa-, a la derecha no le será fácil gobernar por un problema esencialmente teórico: no está segura del papel que debe representar el Estado. Este desconcierto resulta especialmente grave por dos motivos. En primer lugar, se ha extendido, tanto en la izquierda como en amplias capas de población no ideologizada, la convicción de que todos los problemas sociales pueden ser resueltos por el Estado. En segundo lugar, quienes en la derecha sí están seguros del rol del Estado propugnan una postura que no será aceptada por la sociedad chilena.
El sector conscientemente liberal de la derecha afirma que la participación del Estado en la vida social debe ser la mínima posible. Como sin Estado las libertades individuales tampoco existen, el liberal aboga porque el Estado se limite a permitir y favorecer esas libertades. Durante los 90, esta relación Estado-mercado no solo reinaba en la derecha, sino que fue patrimonio de la izquierda occidental. Con frecuencia se ha recriminado a la primera Concertación haber aceptado una postura esencialmente pinochetista de la relación mercado-Estado. Estos anacrónicos acusadores se equivocan. Esta ecuación la imponía el guion de los 90, el cual comienza el 9 de noviembre de 1989, cuando el Muro de Berlín se resquebraja a causa del desplome de las economías dirigistas.
¿Sigue siendo esta una idea eficaz para la derecha actual? No. Si los 90 empezaron en el 89, la primera década del siglo XXI comienza con el rescate financiero. En todo el mundo, son los banqueros y los grandes capitalistas quienes solicitan al Estado que los saque del embrollo al que su libertad individual les había conducido. Si la izquierda estaba obligada a liberalizarse en los 90, tras las consecuencias de no haber rescatado a Lehman Brothers, la derecha tuvo que aceptar un papel del Estado más extenso del que definía su ideario reciente. Paradójicamente, si los representantes del liberalismo de los 90 pertenecen al progresismo -Tony Blair, Felipe González y la Concertación chilena-, la representante de que el Estado no debía seguir decreciendo ha sido la conservadora Angela Merkel.
Si Blair y González aceptaron razonablemente los límites que la tesitura mundial exigía a la ideología de izquierda, los líderes de la derecha deben aceptar que la reducción del Estado ha llegado a su límite. Si en los 90 se pudo soñar con la casi total erradicación del Estado, en la actual década la derecha solo puede desear que no se convierta en un Leviatán enorme y patoso.
Me da la sensación de que la derecha tiene menos que decir sobre el tamaño del Estado que sobre su modo de funcionamiento. No existe modo de erradicar los ideales socialdemócratas -el Estado debe representar un papel importante en educación, sanidad y pensiones- de la sociedad chilena, la cual, en este aspecto, en poco se diferencia de los países miembros de la OCDE.
Por último, es fácil prever qué ocurriría si la derecha, al regresar al poder, opta por un proyecto maximalistamente liberal. Tras un año en el gobierno, la situación se tornará tan ingobernable que, como frecuentemente ha ocurrido en las cuatro últimas décadas, la derecha acabará aplicando los ideales de izquierda -el Estado funcionarial- con una eficacia inusual para lo que suelen ser las costumbres del progresismo.
Miguel Saralegui
Profesor Filosofía Política UDP


