Mientras en Chile la oposición muestra un lamentable desempeño y sus intelectuales poco han dicho para alumbrar las razones de la pérdida del poder -o la entrega en bandeja de éste a la derecha-, el año pasado apareció en EE.UU. un ensayo extraordinario que indagó en las causas del triunfo de Trump. Ahora se publica en español con el título de El regreso liberal. Su autor es Mark Lilla, un profesor de historia de pensamiento político, especialista en la Ilustración, que escribe con entusiasmo y erudición, con veneno y conciencia republicana, con mirada histórica y sentido de la contingencia. Escribe, por cierto, desde la herida. Aunque el libro habla de EE.UU., irradia una luz poderosa sobre la crisis global que experimenta la socialdemocracia liberal, aquí y en todo el mundo.
Su trabajo es la mayor vivisección del individualismo. Del de derecha, por cierto, pero también del de la izquierda, que dejó de hablar de los asuntos comunes -clase, economía, efectos de la modernización, deberes cívicos- y se concentró en la identidad racial, de género y sexual, en la diferencia. Todo bien con eso, dice Lilla, ahora la sociedad es mucho más tolerante y justa. Sin embargo, los ciudadanos cada vez dan menos muestras de poner el bien común por sobre el interés propio o de su grupo. Pura reafirmación del yo. Y los políticos, a su vez, parecen incapaces de imaginar un futuro compartido.
“Entramos en política con el país que tenemos, no con el país que desearíamos”, escribe Lilla en una frase que bien podría aplicarse a la Nueva Mayoría, que se encandiló con las marchas y renegó de los consensos. Las razones son obvias: la idea de que “la calle” los apoyaría para poner fin a la explotación está empapada de épica, en circunstancias de que la política real, la de los acuerdos, es poco menos que sinónimo de traición. Así como la derecha ha instalado al emprendedor como su héroe, agrega Lilla, la izquierda lo ha hecho con el social justice warrior, “un tipo con rasgos quijotescos cuya autoimagen depende de no estar manchado por la concesión y de hallarse por encima del tráfico de los meros intereses”.
La elite progresista de nuestro país pensó que las marchas eran más importantes que las urnas. Y hasta pareció rechazar la manera en que vivía la mayoría de los chilenos, con sus hijos en colegios subvencionados, sus tardes libres en el mall y sus ramplonas prácticas de consumo.
Además de dar una lección de pragmatismo, Lilla demuestra que nadie sabe para quién trabaja: el discurso de la identidad de la izquierda biempensante ha terminado convirtiéndose en el reverso del individualismo neoliberal: otra ideología que apuesta por el yo y renuncia al nosotros. (La Tercera)
Álvaro Matus


