Una mayoría (¿?) del directorio del Instituto de los Derechos Humanos operó cual turba decidida a arrasar con la sensatez para defenestrar al director Sergio Micco solo a días del término de su mandato legal. Fue lo que propiamente llamamos un acto de cancelación.
Conocí a Sergio Micco en la Penitenciaría de Santiago el año 1985. Estábamos querellados por el Ministerio del Interior de la dictadura por nuestros papeles como dirigentes estudiantiles. Compartíamos celdas con Yerko Ljubetic, Esteban Valenzuela, Tomás Jocelyn-Holt, Jaime Andrade y, entre otros dirigentes estudiantiles, los sindicalistas Pepe de Gregorio, Manuel Bustos y Rodolfo Seguel.
Micco venía de regiones. Era presidente de la federación de estudiantes de la Universidad de Concepción. Participábamos en la lucha por recuperar la democracia en el país, pero después, a lo largo de la vida, he coincidido con Sergio en otros intereses, como la poesía de Gabriela Mistral o los escritos de Hannah Arendt. También hemos coincidido políticamente en apoyar o ser parte del período concertacionista. Difiero de él en temas llamados valóricos, aunque reconozco que sus posturas resultan consistentes con su fe y su adhesión política, de manera que esas diferencias no me resultan preocupantes ni cuestionan mi amistad hacia él.
Le correspondió asumir la dirección del INDH en el que sin duda ha sido el período más difícil y desafiante de la institución. Lo hizo con decisión en la defensa de los derechos humanos durante el estallido social, sin dejarse arrastrar por miradas políticamente sesgadas. Su gestión contribuyó a aplacar los ánimos y a apreciar con cierta mesura los dramáticos acontecimientos de esos días.
Lamentablemente, se cruzó a una vorágine que no parece dispuesta a escuchar razones. Seguramente sus detractores —o debería decir, canceladores— creen estar cumpliendo con un acto de justicia y hasta de defensa de lo que consideran debería ser el INDH, pero si esa era la cuestión, ¿por qué no esperar diez días para elegir un nuevo director o directora como correspondía hacer? ¿Por qué buscar la humillación de quien había servido el cargo con ecuanimidad y responsabilidad? No hay buenas respuestas para esas preguntas. Solo queda la vergüenza. (El Mercurio Cartas)
Ricardo Brodsky



