Juventud animista

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Reagan definía la actitud económica del gobierno federal con la frase: “si se mueve, cóbrale impuestos; si se sigue moviendo, regúlalo; si deja de moverse, subsídialo”.  Es que entonces, en la generalidad del occidente desarrollado, primaba todavía una actitud determinada por los grandes traumas del siglo XX: las dos guerras mundiales y la gran depresión. Las personas querían seguridades, certezas de que nunca volverían a vivir el horror de la miseria y la muerte, para lo cual la promesa estatal parecía ser el camino apropiado.

Sin embargo, décadas de regulaciones, impuestos e hipertrofia de la burocracia llevaron al agotamiento que produjo líderes como el propio Reagan o Thatcher, que miraron en busca del mejor camino para alcanzar el progreso individual y gracias a ese progreso conseguir la mejor seguridad posible, aquella que es consecuencia de la libertad y no de su renuncia. Así se logró una fusión que parecía imposible, la de la doctrina social de la iglesia con buena parte del liberalismo clásico. A esto se le llamó pensamiento neoconservador, que de la mano de ideas como el principio de subsidiariedad casi lograron sacar a Chile del subdesarrollo.

Casi, porque el pensamiento atávico resurgió y con él esa necesidad de controlar, de instalar una rasante por sobre la cual nadie sobresalga, de entregarle a un gran árbitro el reparto de bienes y oportunidades. Esa desconfianza profunda en los seres humanos, a la que ven como una especie esencialmente egoísta a la que solo mueve el lucro -bueno, Freud también tiene algo que decir, pero ese sería tema de otra columna- y que en el altar de la codicia está dispuesta a sacrificar la vida y la dignidad de los demás, llegando incluso a la destrucción del planeta.

El problema es que todo esto es animismo, creencias, intuiciones, acomodos de la realidad, explicaciones apriorísticas que justifican una verdad establecida desde antes. Allí donde se instala el gran árbitro estatal hay pobreza o retroceso y no me hablen de Europa Occidental, un continente de libertad y estado de derecho que, es verdad, gracias a los excesos del llamado estado de bienestar está en una larvada crisis de estancamiento.

Nada como el fuego para activar el pensamiento atávico, porque detrás de cada fogata está la caverna, el miedo y la imaginación de fuerzas incontrolables que determinan nuestra existencia. En cada leño ardiendo hay un llamado a despertar genes que llevamos por cientos de miles de años.

Tal vez por eso el Presidente Boric, cuando aún no se extinguen las flamas en el sur de Chile, ya piensa en regular, ya ve en las víctimas -los propietarios de los bosques- a codiciosos cuyo afán de lucro es responsable del daño. Dejen a la naturaleza tranquila, parece decirnos desde ya, que crezcan los árboles que ella determine, de cuyos frutos vivirá el buen salvaje de Rousseau, pues este ideologismo estatista es tan animista como arcádico. Bienvenido el decrecimiento, la pobreza natural, es el animismo del fuego que los llama. (La Tercera)

Gonzalo Cordero