Los textos del tiempo de Adviento nos preparan para recibir al Salvador. Nos llaman a preparar el corazón, a buscar lo esencial, pero es una invitación que pareciera caer en oídos sordos en medio del ruido cotidiano. Los medios nos sumergen en la dinámica de las compras. Los colores y sonidos de los centros comerciales y la publicidad agobian los sentidos. Bien lejos se encuentra la “Noche de paz, noche de amor” que recita la canción. Este dejó de ser un tiempo de reflexión y de contemplación del misterio. Y con razón muchos se preguntan de qué nos salva Jesús y por qué ese hecho es fundamental para nuestras vidas. ¿Sería justo decir que viene a salvarnos de nosotros mismos?
San Mateo en el evangelio de la cuarta semana de adviento nos revela que el que había de venir es Jesús, el hijo de María: “Él salvará a su pueblo de sus pecados”(cf. Mt 1,18-23). Que Jesús nos salve significa reconocer que sólo Él puede restituir en cada uno de nosotros el proyecto original que soñó Dios al crearnos: amar, ser amados y cooperar para embellecer el mundo. Sólo así podremos proseguir con su obra creadora y salvífica. Podremos ser, en comunión con Él, cocreadores, porque “todos podemos ser, de alguna manera, cooperadores de Dios, ‘mediadores’ unos para con otros (cf. 1 Co 3,9)”. Así al menos lo afirma el dicasterio para la Doctrina de la fe (Mater Populi fidelis, 28).
Lamentablemente el ajetreo de fin de año no contribuye a que eso se dé, y si se da, es con mucha fatiga. ¡Y cómo nos pesa! Especialmente en nuestras relaciones humanas. Nos cuesta ser felices y de fondo cargamos con un vacío existencial que nos hace desdichados. A veces eso se transforma en fuente de mucha frustración y envidia. La constante sensación de que el “jardín del vecino es más verde” y que el nuestro nunca es como quisiéramos, no es parte del plan original que Dios quiso para nosotros, sino que surge de una cultura que insiste en que sigamos comprando y llenándonos de cosas que realmente no necesitamos.
Otro efecto no deseado del consumo desmedido es la gran cantidad de residuos comerciales, electrónicos e industriales que producimos. Usando las palabras del Papa Francisco, estos son “residuos altamente tóxicos y radioactivos. La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería” (Laudato Si’, 21).
¿Qué nos está pasando? Sacamos a Dios del pesebre. Sacamos también a los pastores, a los pobres y a los descartados, sacamos a los sabios y también a María y a José. Los que han quedado, los animales, los hemos puesto a nuestro completo servicio. Desde una perspectiva teológica, la causa última de este fenómeno es el pecado, una herida que tenemos y que nos impide tener relaciones plenamente humanas, sanas y fraternas. Nos hace olvidar la centralidad de amar y acoger el amor de otros, así como trabajar para mejorar el mundo que se nos ha dado, en el deseo de bien común.
San Pablo lo grafica muy bien cuando dice “ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí”, pues “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7,17.19). Basta con observar nuestras propias vidas y a nuestro alrededor para constatar que eso es así. Ello nos hace sufrir tanto a nosotros como a las personas que están a nuestro alrededor y nos hace vivir en una constante sensación de malestar.
El egoísmo, el individualismo, el afán desmesurado de poder, la avaricia, el creerse superior a los demás, el mirar en menos a los otros, la indiferencia hacia el necesitado, el hacerle a los demás lo que no queremos que nos hagan, y exigirle a los demás lo que no estamos dispuestos a hacer por ellos; son actitudes que traen consecuencias lamentables como la corrupción, la violencia, la pobreza, y, en definitiva, la muerte.
Lo más dramático pareciera ser que solos no podemos remediar esta situación. Sentimos que es un problema que va más allá de lo que podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas, pues aunque lo intentamos volvemos a caer en lo mismo. ¿Cuántas veces hemos tenido la mejor intención de actuar, pensar o decir algo, pero no se ha concretado como quisiéramos? ¿Acaso la búsqueda incesante de cosas, nuevas sensaciones y experiencias, no intenta llenar ese vacío profundo que invade nuestra alma? Aunque así pareciera, este no es un asunto de orden psicológico, sino de orden espiritual, porque atañe al centro de la persona. Esa persona que vive y trabaja, que anhela y que siente, que sueña y desea es la que está herida por el pecado.
Pero no todo está perdido, la Navidad nos trae una maravillosa noticia: Jesús “salvará a su pueblo de sus pecados”. Él nace para hacerse uno con nosotros y así restituir nuestra capacidad de amar. Ello es gracia de Dios, pura gracia que se ofrece gratuitamente a quien se reconozca necesitado de ella y la quiera recibir.
Aceptar ser restaurados por el amor es al mismo tiempo una tarea, un camino que se recorre durante toda la vida y que llamamos conversión. Es decir, acoger en nuestras vidas a Jesucristo para que convierta nuestro corazón de piedra, egoísta e indiferente en un corazón de carne, misericordioso y fraterno. Para ello será necesario mirarnos y reconocer que necesitamos del amor de Dios para ser felices. Mirarnos y encontrar a Dios más cerca de lo que imaginamos, tal como escribía san Agustín: “Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y así por fuera te buscaba […] Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo” (Libro X, 27, 38).
Navidad es exactamente esto: un tiempo para reconocer en la sencillez y humildad del niño Jesús, a nuestro Salvador. Él es verdadero Dios y verdadero hombre que acampa en medio de nosotros y nos invita a vivir el amor, el perdón y la misericordia. Él nos renueva la esperanza y nos hace recuperar la paz. En definitiva, Jesús no viene a salvarnos de nosotros mismos, sino a salvarnos de la desesperanza, del vacío y del sinsentido. Su gracia renueva nuestro modo de ser, de pensar, de observar el mundo y a los demás y se constituye en un envío a vivir como Él lo hizo.
Puede ser una tarea a veces ardua porque “el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt 26,41), pero es hermosa porque se realiza bajo la certeza de que su Palabra es veraz y no defrauda, y su promesa: “yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20) sigue más vigente que nunca.
Feliz Navidad a todos ustedes y que la paz que viene de Dios los llene de verdadera alegría. (El Líbero)
Cardenal Fernando Chomalí



