¿Será verdad —esta es la pregunta que diputados y senadores deben responder— que los actos cometidos en un contexto de injusticia han de eximirse de la persecución penal? ¿Será cierto que la ira justifica incendiar, saquear, coaccionar?
Veamos.
En una sociedad democrática o abierta —esta expresión la acuñó Bergson, pero la popularizó Popper— conviven múltiples puntos de vista acerca de la justicia. Esos puntos de vista atingen tanto a la distribución de los bienes como al manejo de los límites de la vida humana. Hay quienes piensan, por ejemplo, que es profundamente injusto y discriminatorio negar la existencia al nasciturus o la posibilidad de decidir morir a quien está sufriendo. Y hay quienes creen que no importa cómo están distribuidos los bienes (si con mayor o menor igualdad), sino cómo fueron adquiridos (si acaso mediante intercambios voluntarios o si por la fuerza). Y así, ¿estará justificada la violencia para corregir lo que esos puntos de vista juzgan injusto?
Obviamente no.
Lo propio de una sociedad abierta o democrática es permitir que todos esos puntos de vista se hagan valer en la esfera pública, disputen entre sí la adhesión de los ciudadanos e inspiren diversas formas de protesta. Lo único que una sociedad de esta índole excluye es el empleo de la violencia para promoverlos. Coaccionar a otro esgrimiendo la justicia de las propias convicciones es incompatible con la democracia. Como sugirió W. Benjamin, la democracia admite la prosecución de todos los fines; pero excluye el empleo de un medio para alcanzarlos: la violencia.
Así, la primera cuestión que debe resolverse a la hora de decidir si la violencia está justificada es si acaso Chile cuenta o no con una democracia que permita el reemplazo de los gobernantes sin derramamientos de sangre, para volver a citar a Popper. Y es obvio que salvo que se emplee un concepto idiosincrásico de democracia (y se defina como democrático solo al gobierno que coincide con el propio punto de vista), en Chile existe un gobierno irrefutablemente democrático, limpiamente electo, con poderes independientes y no, en cambio, un gobierno tiránico de esos que según una larga tradición (y según enseñaban los golpistas del 73) merecen ser derrocados por la fuerza o saltándose la ley.
Alcanzado ese punto, la conclusión es solo una: en Chile hay democracia y entonces no es posible esgrimir la injusticia para excusar la violencia.
Tampoco es verdad que basta la ira o el sentimiento de exclusión. Es cierto que hay muchas personas que están excluidas y carentes de reconocimiento. Un ejemplo flagrante es el caso del pueblo mapuche (¿estará entonces en ese caso justificado el incendio o el crimen?). Y es obviamente cierto que hay sectores de la población que experimentan la exclusión. Y que todo eso provoca ira. Pero la ira o la exclusión no es una razón para obrar violentamente. Distinguir entre el motivo del obrar y la razón para hacerlo es fundamental en una democracia. Todo acto humano, desde el más execrable al más noble, cuenta con un motivo; pero no todo acto humano cuenta con una buena razón para ser realizado. Y en el caso que ha sido sometido al debate público, lo que se discute no es si quienes saquearon e incendiaron tienen motivos, lo que debe discutirse es si tienen razones admisibles en una democracia para hacerlo. Y salvo que se quiera enseñar a las nuevas generaciones que basta tener un motivo fuerte para que la propia conducta esté legitimada, esa distinción es imprescindible. Si los motivos tuvieran la última palabra, la convivencia democrática y el derecho no serían siquiera imaginables. El paso del estado de naturaleza al estado civil se produjo cuando entre la mera pulsión y la conducta se introdujo un momento reflexivo. Fue entonces que nació la libertad.
En fin, hay algo aún más grave.
Cuando se dice o se insinúa que un determinado grupo de personas no sabían lo que hacían, que estaban poseídas por la sensación de injusticia e invadidos por la ira, que el contexto los movió a actuar como actuaron, como si fueran hojas movidas por un vendaval de injusticia, se está cometiendo un severo error con el disfraz de la moral. Se está privando a esas personas de la dignidad que en una sociedad abierta deriva del hecho que nos reconocemos mutuamente la calidad de agentes de lo que hacemos o dejamos de hacer. Para una sociedad abierta la dignidad personal no deriva ni de la pertenencia a una clase social, ni del hecho de ser hijos de Dios, sino de la circunstancia que todos debemos reconocernos como centros de decisión de nuestra propia vida. Y ello aunque, como algunos creen, arrecie la injusticia. El paternalismo religioso o político (son parientes) incurren, como tantas veces ha ocurrido en la historia, en el gravísimo error de despojar a las personas de su dignidad. (El Mercurio)
Carlos Peña



