Instituto Nacional- Darío Calderón

Instituto Nacional- Darío Calderón

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Hay identidades reconocibles en grupos humanos que de generación en generación comparten una visión cósmica esencial que proviene de una misma vertiente, moldeada en un espíritu común, comprometida por igual vocación de servicio. Así ha ocurrido en nuestro país con quienes nos formamos en las añosas aulas del Instituto Nacional, que desde 1813 fue “primer foco de luz de la nación”, llama cuyo resplandor no había titubeado desde entonces y que, ahora, para dolor de quienes hemos tenido el privilegio de ser reconocidos como “institutanos”, parece pudiera apagarse.

Allí recibí instrucción, cultura y formación humana desde los años infantiles y, como tantos compañeros que seguimos siendo amigos, fui formado en el crisol del inolvidable edificio de Arturo Prat y San Diego. Allí nos hicimos hombres. Calificados profesores nos enseñaron a pensar y actuar, ejercicios paralelos que luego practicamos en organizaciones estudiantiles o en academias colegialas, la primera de ellas, de letras castellanas, donde escribieron sus primeros trazos poetas y novelistas que luego destacaron. Fuimos admiradores de la naturaleza y nos sumíamos en ella cuando viajábamos al Hogar de El Tabo para vacacionar compartiendo la alegría del deporte.

En este ambiente éramos leales y conscientes depositarios de una historia y tradición que traspasaba los muros de nuestra casona y que provenía del visionario talento de los auténticos Padres de la Patria. Éramos encomenderos del presente y del futuro, conscientes que lo que el Instituto nos entregaba era una donación que debíamos devolver a nuestros compatriotas. De ese concepto proviene el gran número de servidores públicos, incluyendo 17 Presidentes de la República, y de profesionales, empresarios, artistas y trabajadores independientes formados en el Instituto y que han cumplido y cumplen tareas importantes en el esfuerzo por el desarrollo equitativo de nuestro Chile.

Ese Instituto Nacional, que emocionadamente rememoramos, pareciera nos ha sido sustraído. Las tomas de la sede; la destrucción de su inventario pedagógico tan esforzadamente reunido; la ausencia de diálogo para resolver discrepancias originalmente importantes pero degradadas por las formas en que se las ha asumido; la injusta violencia contra las personas y las cosas, con el estilo y la rudeza propias de la peor expresión del terrorismo, llevan a la dolorosa conclusión de que del antiguo y prestigioso Instituto Nacional no va quedando nada. Lo demuestra de modo elocuente la carencia de interés por ingresar a sus aulas, lo que antes era presión desbordante que hoy no existe.

Así como se ve, sin la voluntad de quienes deben tomar decisiones que permitan terminar con el desmantelamiento y conducir al merecido restablecimiento, tal vez es mejor que, cobijado en su añoso estandarte, guardemos incluso su nombre y que lo llamen Liceo 1 como hace un tiempo quisieron llamarlo en el proceso de municipalización de nuestra educación.

La Tercera

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