En las últimas semanas, se han levantado cuestionamientos a las terapias transafirmativas en la niñez y adolescencia. La tentación de etiquetarlos como “transfóbicos” es, hasta cierto punto, entendible: evidentemente, estos cuestionamientos convocarán también a quienes desprecian la disidencia sexual. Pero sentenciar que todos estos cuestionamientos son expresión de un “conservadurismo transfóbico” no es aceptable y puede en realidad calificarse como un acto de cancelación.
Manifestar legítima preocupación por políticas educativas y de salud públicas que promuevan la transafirmación en niños, o que, por ejemplo, promuevan una “educación sexual no binaria”, no es de suyo transfóbico ni “conservador”. Es, más bien, un mínimo común civilizatorio (tomando prestada la expresión), para quien considere que el resguardo de la libertad de conciencia es prioritario. La libertad de conciencia, espacio íntimo que permite a cada cual construir ideas y juicios propios, es indispensable para ejercer toda otra libertad o derecho: si no puedo pensar por mí mismo, no actúo autónomamente. Los niños, seres humanos en formación, son los primeros y más importantes destinatarios de la protección jurídica de la libertad de conciencia. Sin embargo, interpretaciones extremas del principio de autonomía progresiva han caricaturizado irresponsablemente el legítimo proceso de formación de la conciencia infantil como adultsplainning, buscando proscribir el derecho educativo preferente de los padres y la diversidad de proyectos educativos.
Si bien la educación coincide con el adoctrinamiento en que ambos por definición transfieren contenidos a sus destinatarios, la diferencia entre ellos es radical. El educador entrega herramientas que permitan al niño pensar por sí mismo, considerando y protegiendo su nivel de madurez. Diferencia lo opinable de lo certero y legitima la dignidad del contradictor. El adoctrinador en cambio busca anular la reflexión personal, vistiendo sus convicciones de certidumbre infalible y denostando a quien opina distinto. De este modo, la educación no solo difiere del adoctrinamiento, sino que es su antídoto cuando forma una conciencia sólida y crítica en el niño, para que este, de manera incipiente en la adolescencia y luego plenamente en la adultez, goce de autonomía deliberativa suficiente, incluso para disentir de quienes fueron sus padres y formadores.
El debate sobre la transafirmación de menores como política pública de salud y educativa no es solo legítimo y necesario, sino más bien imperativo para quien defienda una sociedad libre. La verdadera autonomía en la infancia es aquella en la que se garantiza el proceso formativo, y no aquella en la que se adelanta la formación y deliberación en temas para los que el niño no está preparado. (El Mercurio)
Fernanda García



