El 57% de los ciudadanos que marcaron No en 1988 creía estar logrando «la libertad». El otro 43% quería defender «la libertad.» Ni unos ni otros votaron por la opresión, ni por el estatismo. Todos, honradamente, votaron por la libertad.
Y por eso los gobiernos de la Concertación, herederos directos del No, iniciaron su andadura con una mística liberadora, con una retórica liberadora, con un horizonte de libertades (es la gracia de usar la palabra «horizonte»: nunca se sabe qué puede haber más allá).
Pero la Concertación siempre tuvo alma, cuerpo y órganos socialistas, nada afines a la libertad.
El PPD fue por años el partido que con más sinceridad intentó injertar la libertad en su ADN socialista. Sí, por mucho tiempo, ese partido fue el paradigma del socialismo liberal, y si se definía como instrumental, es porque pretendía serlo respecto de las libertades. Pero cuando comenzó a cambiar, terminó por esfumarse la única posibilidad de que los concertados siguieran hablando de la libertad como su principal bien. Es por eso que Laura Soto ha dicho pocos días atrás que el PPD «era de la tercera vía; hoy eso se corrió totalmente a la izquierda».
Junto al PPD, la DC venía revitalizando desde la década de los 80 su alma socialista comunitaria, sea eso lo que sea; el PS nunca había dejado de postular bienes distintos de la libertad, concepto este que en su discurso ha sido siempre un maquillaje de cuarta categoría; el PR, bueno, el PR es Estado por definición, y, obviamente, cuando el PC llegó a la nueva coalición, todos se sintieron autorizados u obligados a mostrar más abiertamente sus genes socialistas, para no ser motejados de centristas liberales.
Por eso, en el actual gobierno terminó por instalarse doña igualdad, relegando a la trastienda a aquella cacareada libertad de hace 25 a 30 años.
Cualquier análisis de contenidos del actual discurso gobiernista arrojará un resultado clarísimo: la libertad ha prácticamente desaparecido del léxico oficialista (lo que no deja de ser un paradojal reconocimiento a ese 43% que también decía defenderla a finales de la presidencia Pinochet) y el anhelo de igualdad se ha instalado en el verbo oficial, casi en exclusividad.
Pero ¿es que acaso no podrían estar coexistiendo ambas en las políticas gubernamentales, una como la punta de lanza retórica y la otra como reserva ya lograda? ¿La igualdad como propósito y la libertad como sustento?
No, no es así.
Por el contrario, a medida que se han ido especificando las reformas gubernamentales la libertad va siendo acorralada, la igualdad intenta comérsela por todos lados, y a veces logra fagocitarse efectivamente segmentos enteros de sus aparentes dominios.
En acto o en proyecto inmediato, las libertades van despareciendo de la educación, porque los padres no podrán copagar, los sostenedores no podrán seleccionar, las universidades no podrán determinar sus vacantes, los programas serán regulados, los IP y CFT no podrán lucrar; hay proyectos para hacerlas desaparecer en el urbanismo, porque se procurarán integraciones forzosas en la vivienda; y se limitarán cada vez más las imágenes o los actos de culto en espacios públicos; y ya cada día es más difícil usar libremente las platas propias para donar; y vendrán limitaciones fuertes a la libertad de escoger sistemas e instituciones de salud y previsión; va camino de suprimirse la libertad transformada en mérito, por la vía de la devastadora gratuidad; y quieren que se pueda abortar: la libertad masacrada.
Y quizás ni siquiera pueda haber sal en un restaurante: el Estado que busca igualarnos ante la presión arterial.
¿Qué hace el 43% que de verdad defendía la libertad?


