Tenemos noticias de que el primer Presidente de la República con posgrado fue Pedro Aguirre Cerda, quien estudió en Paris, distinto es el caso del próximo mandatario que no ha finalizado sus estudios profesionales.
Sin embargo, el elenco de ministros y subsecretarios exhibe una gran cantidad de posgraduados y diplomados de distinta índole. Ello demuestra una gran preparación intelectual, pero también que son muy distintos a los sectores que dicen representar, víctimas de toda clase de injusticias sociales, económicas y, sobre todo, culturales.
Una nueva vanguardia iluminada para los sectores vulnerables de todas clases, incluyendo, tal vez, a pobres y al pueblo, el que se diluye con un plural o en otros vocablos. Curiosa la palabra elegida para esquivar “pueblo”, sea “vulnerable”, en rigor, significa «con llagas».
Parece un gesto más de altruismo que de política, ya que los titulares de ministerios y subsecretarías estudiaron mayoritariamente en colegios caros y en las principales universidades del país y en otras importantes del resto del planeta. Y los que obtuvieron su pregrado en una universidad de poca fama, blanquearon su título con un posgrado en una universidad prestigiosa, excepto en un caso. Los que estudiaron fuera como resultado del exilio tuvieron también una buena educación. Es decir, estamos ante un equipo de gran nivel universitario, muchos con gran experiencia en las luchas universitarias que se tratará de extrapolar a las luchas populares.
Por ello que hablar de que se vivirá una experiencia revolucionaria es absurdo. Una revolución se basa en una utopía, en un sueño de una sociedad imposible, unas metas, posibles y otras más lejanas que inspiran la acción política y sociocultural, ello es lo que desarrolla las pasiones y las emociones, como lo demuestra la ausencia de un himno que galvanice a los seguidores. Las revoluciones tratan de encarnarse en base a principios puristas, de allí que los revolucionarios negocien muy poco, transar es traición. Nada de esto se ha visto.
Los proyectos revolucionarios, aunque sean electorales, son habitualmente muy poco pragmáticos, incluso perder sin haber abandonado las ideas fuerza es visto como un triunfo de esas ideas. Un mínimo de conocimiento político así lo pone en evidencia, además que la fortaleza de los revolucionarios se asienta en las ideas y la organización.
El objetivo fue ganar la elección, y por lo tanto se cambió el programa entre una votación y otra, y no porque estaba mal hecho, sino para integrar a conglomerados ajenos; se puede sostener que la revolución quedó olvidada entre tantas ganas desmedidas de triunfar. Y fue posible, el triunfo porque muchos no votaron por el electo, sólo lo hicieron en contra de su adversario. Y las nuevas ideas revolucionarias que se exhiben tienen poca densidad revolucionaria.
Por muchos años solamente hubo críticas a lo mal que lo habían hecho los gobiernos anteriores, las traiciones al Chile popular, a las clases medias emergentes y a otros grupos como los estudiantes y los jubilados: no se buscó adhesión entre campesinos, pirquineros, pescadores o de todos los pobladores o simples vecinos.
Hubo muchas temáticas no consideradas anteriormente, como la lucha por el agua, la ecología y medio ambiente, el feminismo y las minorías en general; olvidando que desde fines del siglo XIX los revolucionarios entendieron que todas estas luchas estaban subordinadas a la fundamental: la contradicción de clases, pues su superación resolvería todas las demás.
Como quiera que sea, un programa político revolucionario no puede basarse en generalidades como que ellos lo hicieron mal y nosotros lo haremos mejor. Se requieren algunos retazos teóricos, por lo menos, sino no nos quedamos en frases como “tenemos que pensarlo mejor, adaptarnos a estos tiempos y modernizar”.
Se les endilga a Chantal Mouffe y a Ernesto Laclau y a otros intelectuales del Socialismo del Siglo XXI, probablemente, y sin saberlo, son tributarios de Derrida y su deconstrucción. Serían discípulos bastante artesanales; los más entusiastas y algo conspiranoicos, les atribuyen una filiación gramsciana.
No vamos a tener un gobierno revolucionario, la entrada de sus exadversarios de cuño socialdemócrata limará las aristas más agudas, pues ellos, hace rato, abandonaron el camino revolucionario.
Un gobierno socialdemócrata le haría bien al país, mientras no frustre muchas expectativas, así que démosle paso a esta nueva generación de impetuosos políticos jóvenes que rompieron el bloqueo generacional de sus mayores, despreciándolos y aliándose con ello en un novedoso ejercicio dialécticos. (Red NP)
Rodrigo Larraín
Académico Universidad Central



