¡Gremialismo, caramba!-Jorge Jaraquemada

¡Gremialismo, caramba!-Jorge Jaraquemada

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El título rescata un viejo grito de batalla universitario: “¡Gremialismo, caramba, no se rinde nunca, caramba!”, acuñado en medio de alguna adversidad electoral de antaño, hoy cobra un nuevo sentido. Si las encuestas no se equivocan, el resultado de mañana será el que todos presumen desde hace semanas. No da lo mismo, por cierto, la magnitud de la diferencia; pero todo indica que será amplia, aunque quizás no tanto como la del épico plebiscito del 4 de septiembre de 2022. Pero esta columna no trata de porcentajes ni de proyecciones, sino de algo más profundo: la identidad gremialista de quien tiene la mejor opción de llegar a La Moneda y de la renovada gravitación que esta fuerza política tendrá en el próximo Congreso.

Como anticipó Pablo Longueira, el nuevo ciclo político de la derecha será conducido por los llamados “Guzmán boys”. Y eso tiene su importancia. El gremialismo -ese proyecto intelectual y político que se aproxima a los sesenta años- ha resistido la incuria del tiempo, los embates del sectarismo y la caricatura ideológica. Con sus triunfos y tropiezos, ha logrado algo que pocos pueden exhibir: permanecer vigente como uno de los movimientos universitarios más longevos e influyentes de la historia reciente de Chile. En un país propenso a la desmemoria, esto ya es un mérito por sí mismo.

Nacido en los claustros de la Universidad Católica como respuesta a la politización del mundo estudiantil, el Movimiento Gremial propuso una alternativa al individualismo atomizante y al colectivismo uniformador, con una visión de sociedad sustentada en la dignidad, libertad y responsabilidad personal. Esta antropología de raíz cristiana, sencilla y a la vez profunda, terminó dando forma a un proyecto político que entendía el poder no como botín, sino como una forma de servicio.

De allí emergió Jaime Guzmán, figura tantas veces incomprendida como decisiva. Opositor férreo al gobierno de Salvador Allende, impulsor de una nueva institucionalidad que colocó límites al régimen militar y arquitecto de una transición política ordenada que devolvió al país su democracia. Guzmán encarnó una rareza: fue un intelectual político con vocación práctica. Su asesinato en 1991 pretendió borrar su legado, pero, paradójicamente, lo consolidó. La UDI -nacida de su tenaz iniciativa- se transformó en la columna vertebral de la gobernabilidad democrática cuando aún existía un consenso básico sobre el país que se quería construir. Cuando esa gobernabilidad se resquebrajó en 2019, sus votos volvieron a ser decisivos para encauzar una salida institucional y evitar el extravío al que inducía la calle, enardecida por los gritos y destrozos que pretendían sustituir el debate y el imperio de la ley, y que algunos confundieron con expresiones democráticas.

Tal vez por su rigor conceptual y su determinación política, desde sus albores el gremialismo ha sido objeto de incomprensión intelectual y de animadversión política. Se le ha acusado de autoritarismo y dogmatismo, y sus dirigentes han sido víctimas de estridentes infamias, urdidas con la deliberada intención de socavar su prestigio y su influencia pública. Algunos -en un ejercicio de contumacia moral- llegaron incluso a justificar el cobarde asesinato de Jaime Guzmán como un “ajusticiamiento”. Pero lo cierto es que su influencia ha sido más duradera que las invectivas de sus detractores. Hoy no cabe en un solo partido. Su fisonomía es más amplia y transversal, y eso no lo debilita, sino que lo enriquece.

A pesar de los intentos de tantos -políticos, académicos, movimientos universitarios y más de un centro de estudios- por reducirlo a una nota al pie en los manuales de historia o de dar por superado su proyecto político, resulta especialmente significativo que, a pocas semanas del trigésimo quinto aniversario de la muerte de Jaime Guzmán, el gremialismo volverá al centro del tablero político para mostrar su vigencia práctica: inspirará a quien gobierne Chile y tendrá influencia decisiva en el Parlamento.

El desafío, claro está, será monumental. Deberá evitar la tentación de la autocomplacencia, que es siempre el preludio del declive. Su tarea no consiste en vivir de glorias pasadas, sino en ofrecer respuestas lúcidas a las tribulaciones del Chile contemporáneo. Si logra hacerlo con la misma convicción con que nació -esa mezcla de firmeza doctrinaria y pragmatismo político-, podrá demostrar que las ideas de Jaime Guzmán no fueron un capítulo cerrado de la historia, sino una tarea inacabada que vuelve, con fuerza, a interpelar el presente. (El Líbero)

Jorge Jaraquemada