Tienen razón quienes califican el pronunciamiento ciudadano sobre establecimiento de una nueva Constitución como un hecho histórico. Con todo, la calificación definitiva de este hecho depende aún de los resultados exitosos que pueda lograr la materialización de respuestas institucionales que, modernizando los roles de la orgánica política, consoliden el crecimiento de la economía y el incremento de la inclusión social superando brechas y nivelando oportunidades sobre la base de condiciones de seguridad y orden. Para lograr esas metas es imprescindible restablecer el diluido vínculo de recíproco respeto entre los chilenos, decantando factores que nos unan como comunidad jurídicamente organizada potenciando para ello sentimientos de afecto y unidad más que resentimientos y odiosidades.
Chile registra experiencias significativas en esfuerzos de aproximación luego de lapsos de profundos distanciamientos entre los chilenos. Así ocurrió luego de la guerra civil de 1891 y, sublimando críticas aún activas —y, por lo mismo, discutibles—, tras el colapso institucional de 1973. Un espíritu semejante es el que se esperaba después de la categórica voluntad expresada el domingo 25. Se pensaba que las tareas de formalización del proceso constituyente y luego las definiciones de este se asumirían en un ambiente de “amistad cívica”, concebido por Aristóteles como “la función de la concordia como complemento a la condición política del ser humano”, una “forma de construir comunidad” en el decir de Maritain, la “reciprocidad de la fraternidad” en palabras de Pablo VI.
Lamentablemente, luego de mensajes amables en la noche del 25, los sucesos de los últimos días dan la razón a los tangueros versos de Santos Discépolo que lamentan que “el mundo fue y será una porquería”. Las diferencias siguen transformadas en brechas, los adversarios en enemigos, sus acciones en fundamento de sospechas y objeto de denuncias sancionables sin objetivo análisis. La violencia, además, es práctica cotidiana de la delincuencia común y de la que se autocalifica como política y hasta ideológica. En el debate en curso irracionalmente aparece como apremiante despostar el poder antes de repartirlo entre aquellos que el Evangelio distinguió como “sedientos de pan, libertad y justicia”.
La responsabilidad de rectificación es colectiva, de las mujeres y hombres de buena voluntad, sean de gobierno o de oposición y de los independientes (quienes, por supuesto, también merecen espacio), de autoridades y estado llano. Es sano superar las mutuas acusaciones intercambiadas con discriminaciones y zancadillas. Hasta en el boxeo se prohíben los golpes por debajo del cinturón.(El Mercurio)
Enrique Krauss Rusque



