El reciente fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya ha puesto en el debate la influencia de la política en los tribunales, al quedar en evidencia que la máxima instancia judicial del mundo libre se guía por elementos ajenos a la juridicidad, contaminándose con interpretaciones de índole filosófica que exceden por mucho el ámbito de pureza e imparcialidad que debe reinar en la administración de justicia.
Llama la atención, sin embargo, que los mismos que gritan por la injusticia de que es objeto nuestro país y exigen que abandonemos el Pacto de Bogotá, no reparen en la similitud existente con el tipo de justicia administrada en Chile a los militares en retiro. Es aquí donde se comprueba día a día la mayor injerencia de la política en la historia jurídica nacional, al aplicarse a los militares un concepto de venganza ideologizada que –junto con llevar a la cárcel a numerosos viejos soldados− amenaza con derrumbar la poca credibilidad que aún le queda al sistema judicial chileno.
No es posible que se rechace por un lado lo que afecta al país como un todo mientras se calla el abuso que a diario se comete contra parte de la población. Ello, a partir de la actuación de los jueces en los llamados “casos de derechos humanos”, quienes −capitaneados por el propio Presidente de la Corte Suprema de Justicia− actúan coordinadamente respecto de la forma de llevar los procesos para satisfacer el ansia de grupos alimentados por la venganza y suculentos beneficios económicos. Todo ello, en un ambiente político dominado por el avance incontenible del Foro de Sao Paulo, instancia ideológica que orienta el quehacer de todos los partidos y movimientos políticos y grupos subversivos de origen marxista, vigentes en la Latinoamérica de estos días.
Las resoluciones politizadas de La Haya son sin duda perjudiciales para países como el nuestro, caracterizado por su disciplina jurídica, en la que el pleno acatamiento de la Ley y de los tratados internacionales constituye un dogma de fe. Lo mismo ocurre con viejos soldados que –formados en la rígida disciplina de las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile− no conciben otra forma de vida que aquella que se basa en el respeto al pleno estado de derecho, lo que incluye el ordenado y siempre dispuesto acatamiento de las resoluciones de los jueces, por dañinas que ellas sean para su vida y la de sus familiares.
El trato desproporcionado de que son objeto quienes han sido encarcelados por causas políticas, se condice con la injusticia con la que fueron tratados en sus procesos, sin que por ello seamos testigos de huelgas de hambre, manifestaciones o atentados, como ocurre con los delincuentes comunes y particularmente con aquellos que asolan impunemente los campos de La Araucanía. Los soldados, en cambio, viejos y en muchos casos enfermos terminales, concurren voluntariamente a declarar y aceptan calladamente el enclaustramiento por el resto de sus vidas.
Entretanto, los otros disfrutan de la libertad y –más aún− reciben millonarias reparaciones, conseguidas a costa de la ayuda de un entorno político dominado por la izquierda y donde sus principales agitadores replican el modelo propagandístico diseñado por Evo Morales. Gran responsabilidad cabe en ello, a una generación excepcionalmente mala de políticos de derecha, donde los cruces de intereses con el poder económico la han subordinado a sus adversarios políticos, quienes –pese a ostentar el mismo tejado de vidrio− han conseguido ponerlos de rodillas en forma reiterada y vergonzosa.
La intensa campaña de propaganda el estilo de Evo, desarrollada por los grupos de derechos humanos y la izquierda, ha logrado penetrar con facilidad en la sociedad chilena, extrapolando así la “mediterraneidad” como causa de la falta de desarrollo de Bolivia, con la “violación de los derechos humanos” como responsable del sacrificio de inocentes perseguidos tan solo por pensar diferente. Mentira tras mentira, la población de Chile ha ido aceptando la idea-talismán de la victimización de inocentes frente a criminales de uniforme, a quienes presentan como nacidos para asesinar a sus compatriotas. En triste parangón, los bolivianos nos sumergen día a día en las tinieblas del supuesto derecho a recuperar un pedazo de terreno conquistado con la sangre de miles de chilenos, los que ayer también fueron desafiados por la arrogancia de quienes hoy se presentan como víctimas.
Chile es un país que acostumbra tener mala memoria, a la que habría que sumar el inefable cinismo que caracteriza a sus actores políticos, demostrado en las quejas y reclamos que se oyen ante el injusto trato recibido de la Corte Internacional de Justicia, mientras permiten que nuestros tribunales sigan abusando de un sector de la sociedad. Así como se acusa a los jueces de La Haya de alejarse de los fundamentos jurídicos, debiera tomarse en cuenta que los militares chilenos son juzgados en forma aviesa, por tribunales ilegalmente constituidos al haber sido derogados hace más de un decenio, y que aplican un trato procesal propio del siglo pasado, absolutamente distinto del que recibe el resto de la población, incluso los criminales terroristas, hoy elevados a la condición de “héroes de la democracia”.
Valdría la pena que el mundo político –antes de mirar a La Haya− haga una catarsis interna y reconozca lo que está sucediendo en nuestra patria, poniendo fin a los innumerables fallos politizados de que son objeto los militares y que sólo aportan a la mantención de la división entre los chilenos.


