Desde hace un tiempo, el Poder Judicial chileno ha dado muestras de sobrepasar en forma reiterada y pertinaz la mal definida “autonomía” que le consagra la Constitución Política del Estado. Ello queda en evidencia a través de diversos hechos en los que la independencia de los jueces −concebida para protegerlos de la intervención de otros poderes del Estado en su área de acción exclusiva− sobrepasa ampliamente las atribuciones otorgadas por la carta fundamental, al arrogarse derechos inéditos e impropios que violentan el equilibrio del Estado de Derecho.
Sabido es que la formación de la Ley corresponde a la acción coordinada y debidamente normada, ejercida por los poderes Ejecutivo y Legislativo, debiendo representar en ella el sentir y las aspiraciones de la población o al menos de la mayor parte de ella. Para eso elegimos a nuestros representantes en cada proceso eleccionario, momento en que –con nuestro voto− le entregamos un mandato basado en las líneas de acción que el político nos ofreció y prometió cumplir en su campaña.
Los jueces, con el debido respeto a su alta investidura, no representan a nadie y menos son portadores de la voluntad popular. Por el contrario, su elevada función consiste en asegurar a la sociedad la correcta aplicación de las leyes que ésta se ha dado a través del proceso descrito anteriormente. Al comprometerse con la función judicial, el profesional que a ella accede voluntariamente, se compromete a su vez −ante el Estado y la Nación− con el respeto de las normas de convivencia escritas y promulgadas por los otros dos poderes del Estado, en el nombre del pueblo. Cuando un juez deja de cumplir la Ley no solo está cometiendo el delito de prevaricación, sino que está ofendiendo a los ciudadanos del país, al arrogarse derechos que violan los del resto de la sociedad, ya sea en beneficio propio o en el de alguna ideología que los convoque, como parece estar ocurriendo desde hace tiempo en Chile.
Un juez, es decir: un profesional que en su juventud escogió voluntariamente seguir la carrera judicial o –en otras palabras− el “servicio judicial”, no es otra cosa que un funcionario tan especialmente capacitado como un médico, a cuyas manos entregamos nuestra vida; un ingeniero, a quien entregamos nuestra seguridad cuando cruzamos un puente; un piloto de aviación, en cuyas manos entregamos nuestro destino; etc. Nada de ello desmerece la altísima responsabilidad que juega un juez en el desarrollo de la convivencia en sociedad y en la mantención del respeto entre las personas, sin el cual el caos nos hundiría en una selva violenta. Cada vez que conocemos a un buen juez, lo primero que llama la atención es su corrección, moderación y respeto hacia el entorno, honrando la dignidad que representa. Por el contrario, cuando nos encontramos con un mal juez, la evidencia contrastante comienza por su arrogancia, su irrespeto por lo que exige a otros respetar o su comportamiento inmoral, como se ha visto en algunos casos.
Recientemente, hemos visto cómo los principales representantes del Poder Judicial chileno han abandonado el sano equilibrio y la moderación que caracterizara por años a nuestros jueces, llevados –al parecer− por dos factores o motivadores: la necesidad de borrar el mal comportamiento atribuido a los jueces durante el Gobierno Militar y la penetración ideológica subsiguiente a éste, donde la filosofía marxista-gramsciana ha llegado a ofrecernos demostraciones tan evidentes e irrefutables, como la del ex – Ministro Alejandro Solís, al reconocer públicamente la ilegalidad de sus fallos en contra de los militares. No bastando con ello, el funcionario judicial se dio el lujo de involucrar abiertamente a sus superiores, al señalar que ello fue “aceptado y confirmado por la Corte de Apelaciones y por la Corte Suprema”.
Hoy somos testigos de un nuevo desmadre del Poder Judicial, esta vez, al arrogarse una sala de la Corte Suprema atribuciones propias de quien lleva las relaciones exteriores del Estado de Chile, es decir, del Poder Ejecutivo. Ello, al involucrar al gobierno chileno y a su pueblo en una situación interna de otro Estado soberano, ordenando diligencias que deberán ser cumplidas por el Poder Ejecutivo, sin derecho ni a chistar. Este hecho, absolutamente inédito e impropio, se inserta en algunas de las corrientes filosóficas “progresistas” del mundo judicial, contribuyendo a dejar en evidencia que algunos jueces se sienten por sobre el resto de los ciudadanos, como si ellos fuesen tocados por una vara divina que los faculta para tomar decisiones inconsultas, a pesar que pueden afectar gravemente las relaciones internacionales de todos los chilenos.
¿Será acaso que la “doctrina “Garzón” ha generado tal grado de simpatía en los jueces progresistas que quieren imponerla en Chile? ¿Tendremos entonces a jueces chilenos aplicando esta filosofía de la “justicia universal”, juzgando mañana a los franceses que maten a los terroristas islámicos? ¿Serán capaces de involucrarse en los problemas internos de China y correr el riesgo de los españoles, de tener que modificar su código procesal para evitar gravísimos daños a su economía? ¿Dónde quedan los principios sagrados de la “soberanía jurídica”? ¿Aceptaremos la intervención de la justicia de Evo Morales o de Humala en el conflicto de La Araucanía?
El problema –por desgracia− no se limita solo al error o enfoque personal de unos pocos personajes y es así que hemos visto a jueces del más alto nivel que declaran abiertamente sus preferencias políticas y se permiten declamar sus principios personales ante el Senado de la República, señalando −como Carlos Cerda− que ellos “no están para aplicar la Ley, sino la Justicia…lo que involucra sus propios sentimientos e ideas”. O sea, con derecho a ser un nuevo Dios, al que tendremos que aceptar que nos juzgue conforme a su propia visión acerca de las conductas aceptadas o rechazadas por su ideología o religión.
Es hora de que los políticos asuman lo que está ocurriendo en nuestro país y que pongan coto a este peligroso abuso de un poder del Estado. Si no lo hacen ¡Dios nos libre de la tiranía judicial a que nos terminará llevando esta peligrosa filosofía de la “justicia universal” y los excesos de un grupo de jueces! Los políticos –dejando de lado sus debilidades− están obligados a contener definitivamente este abuso, esta vez sí: en nombre del pueblo.


