¡Exprópiese, exprópiese, exprópiese!

¡Exprópiese, exprópiese, exprópiese!

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Cada quien es dueño de sus silencios y esclavos de sus palabras, reza un viejísimo dicho. El inminente epílogo del drama venezolano hace resonar con fuerza aquel adagio. Y es que cuesta mucho señalar si Maduro fue más verborrágico que Chávez o al revés.

Sin embargo, es más fácil detectar el cambio en Maduro. De una locuacidad desenfrenada a unas lamentaciones histriónicas. Desde hace algunas semanas se le nota exasperación. Hace esfuerzos por mitigarla recurriendo a un inglés rústico y tragicómico; baila, canta y toca timbales en público, pero es evidente que intuye lo irreversible de su situación.

La captura de barcos está pensada como el golpe definitivo para estrangular una economía empobrecida y sin salida. Por lo tanto, no parece muy realista dudar que el extravagante protagonista de la opereta bolivariana ya sacó su billete de ida. One-way.

Sus cánticos y monsergas están inundados, de forma majadera, por epítetos en contra de EE.UU. “Piratas”, “ladrones”, “agresión imperialista”. Una verbosidad algo exagerada como creyendo posible ganar tiempo y apostar a que EE.UU. pueda desistirse de su acción. Quizás sueña con obtener un espacio para negociar mejor su salida del poder. 

Atrincherado por ahora en el palacio presidencial, junto a familiares y cercanos, busca por estas vías despertar sentimientos de solidaridad entre los latinoamericanos. Pretende hacer que se sientan aludidos y retratados en su “gesta defensiva”, como le gusta decir.

Hasta ahora, el eco es mínimo, lo cual es positivo. La lectura hemisférica va más bien por el camino de extraer lecciones.

Y es que los diversos actos de esta especie de vodevil venezolano contienen en realidad cuestiones cruciales que explican cuanto sucede y, por lo mismo, no deberían caer en el desván de los olvidos.

Chávez y Maduro fueron discípulos de Fidel Castro en muchas materias. Una de ellas fue aprender la verborragia de éste. Otra, el deseo -también incontenible- de seguir su modelo económico. En ambas líneas, desplegaron esa conducta tan nociva de apropiarse de bienes nacionales y extranjeros. Quién no recuerda esos continuos “¡exprópiese, exprópiese!”.

Su locuacidad desenfrenada y tentación por apropiaciones indebidas no fueron errores. Se correspondieron siempre con pulsiones políticas. Incardinaban con la naturaleza del modelo. Es ahí donde habitan esas dos vertientes de expresión; la verbal y la conductual. Toda revolución exige que, por ambas vías, quede claro quién maneja verdaderamente los hilos del poder. Los momentos revolucionarios hay que hacerlos sentir. Esa -y no otra- es la idea central de Lenin en su obra El Estado y la Revolución.

Por eso, las peroratas de Chávez y Maduro alcanzaron siempre momentos con altos decibeles e intensidades gestuales. Como buenos caudillos egocéntricos aprendieron rápido que la expresión mayúscula del fervor anti-capitalista (anti-neoliberal, en las últimas décadas) eran aquellas dos vertientes. Por un lado, las masas que se acostumbraban con rapidez a vitorear la retórica incendiaria. Por otro, que tomarse las empresas, las fábricas de cualquier tipo e incluso los pequeños negocios era un deseo íntimo (y capricho). El cordón umbilical con Castro.

Y no fueron errores, porque el sueño de todo revolucionario está en las nacionalizaciones, en las estatizaciones por la fuerza. La premisa es simple. El Estado puede hacer todo y mejor.

Por eso, cuando Chávez y Maduro aparecían por la televisión vociferando: “¡Exprópiese, exprópiese, exprópiese!”, se estuvo siempre ante un libreto conocido. Fue justamente aquella palabreja la que se convirtió en un ícono del populismo rentista y el despilfarro clientelar que introdujo Chávez y que Maduro llevó a niveles que sólo podremos conocer cuando la situación venezolana haya cambiado de raíz.

El colapso de la experiencia de Chávez y Maduro revela lo inútil de hacer sofismas. Por eso, las arbitrariedades del exprópiese terminaron como un boomerang cayendo sobre el escenario. Dejó al actor principal en una intemperie total. El rey desnudo, como escribió H. C. Andersen.

Mirar la trazabilidad del bolivarianismo también deja lecciones. Sus etapas resuenan como advertencias importantes.

En la primera -con Chávez- se empezó a observar la superficialidad con que estos líderes manejan la idea de la democracia. Chávez fue mezclando slogans revolucionarios, demagogia y verdaderas orgías de consumo. Con él, la democracia venezolana se hundió por una vía poco estudiada. Desaparecer casi sin hacer ruido.

Chávez envenenó procesos e instituciones de una democracia que medianamente funcionaba. Convirtió a su país en un verdadero laboratorio de cómo erosionar una democracia de manera silenciosa.

Luego vino la segunda etapa, con Maduro como personaje central. Este procedió a cambiar los ejes heredados. En sus doce años de dictadura, China empezó a desplazar a EE.UU. como comprador y proveedor. Estableció oscuros nexos con Irán e Hizbollah. La democracia se tomó como una simple formalidad. La falta de inversiones y el monstruoso despilfarro generaron pobreza aguda y ésta desató un flujo migratorio de dimensiones colosales con la inevitable conexión con el crimen organizado. Con Maduro, la opereta bolivariana devino en una mezcla de drama y tragedia. Poco le importó que el público “progresista” latinoamericano, que miraba con alguna incomodidad aquel camino escogido, aplaudiera poco y con desgana. 

En resumen, el colapso comenzó a darse con el desprecio por los valores democráticos. 

Podría decirse, incluso, que el colapso tiene fecha exacta. Julio del año pasado. El gatillante fue una maniobra grotesca a la que se vio obligado por la soberbia y los errores de cálculo.

Confiado en que la fachada electoral era suficiente, convocó a elecciones presidenciales y se produjo lo inesperado. El 70% de los venezolanos prefirieron al único candidato de oposición que el régimen había autorizado a competir. Debieron manipular los resultados de manera chocante.

La siguiente etapa se produjo hace pocas semanas, cuando, de manera dramática, María Corina Machado logró escapar, atravesando los férreos controles policiales, y llegar a Oslo a recibir el Premio Nobel de la Paz. Con aquella salida del territorio venezolano, el régimen recibió un golpe simbólico. Dejó al descubierto fisuras. Seguía siendo una mole, pero vulnerable.

Y ahora, con la captura de tres barcos petroleros, ha llegado una andanada de impactos ante los cuales no hay capacidad ni de resistencia ni de contra-golpes. El bloqueo impedirá el pago a sus soldados y policías. Agravará una economía destruida. Sólo queda la agonía.

Paralelo a todo esto, la presión política externa sobre la élite madurista busca desatar una reacción en cadena de pánico. Ojalá letal. Ojalá por la vía de la traición. Hay US$ 50 millones esperando quien de el paso. (El Líbero)

Iván Witker