En las últimas semanas se ha observado un debate -algo hilarante- sobre las etiquetaciones de políticos. Se dice que serían una falta de respeto. Casi una agresión. Sólo inquina y reduccionismo. Todo es muy extraño e hilarante, pues el debate no guarda relación alguna con la efectiva frecuencia, y con los más diversos motivos, con que son usados los sobrenombres en política. En la chilena y la de todo el mundo. Podría conjeturarse que este debate no es más que una excesiva delicadeza de epidermis.
Archisabido es que personajes de la talla de Churchill o de De Gaulle tuvieron los suyos. Al primero se le apodaba “bulldog” y al segundo “jirafa”. Pese a ser sobrenombres referidos a aspectos muy claros de sus respectivas apariencias físicas, no hay registros de que tales etiquetaciones hayan generado molestias personales, que lo hayan sentido como algo lesivo ni menos que se haya armado una trifulca en el plano público o al interior de sus respectivos entornos.
Incluso están aquellos felices con sus sobrenombres. A Iossif Vissarionovich Dzugashvili se le motejaba como Stalin, que significa hombre de acero. Le gustó tanto este apodo (cosa muy esperable en un narciso, obviamente), que lo adoptó y dejó de lado el otro que tuvo desde joven, “koba”. A Mandela también le gustó mucho su sobrenombre. Era benevolente con sus rasgos personales. Se le etiquetaba como “madiba”, que significa padre en la lengua nativa del expresidente. Y desde luego que Silvio Berlusconi gozaba en extremo cuando le llamaban ”Il cavaliere”.
En materia de felicidad con su alias, nadie ha superado a Luiz Inácio da Silva, actual Presidente de Brasil. Lo agregó legalmente a su nombre. Desde hace varios años se llama oficialmente Lula da Silva. Difícil es saber qué le causa tanta felicidad con su apodo. Como en Brasil se le dice lula a los calamares bien podría estar relacionado con su afición a los abrazos demasiado efusivos.
Más matizado en sus gustos, a Andrés Manuel López Obrador le agrada ser llamado AMLO, pero no le gusta “peje”, nombre de un espinoso pez de su estado Tabasco en la costa caribeña mexicana. Sus biógrafos coinciden que antes le gustaba por la asociación con su terruño, pero dejó de agradarle al ser usado básicamente por sus detractores.
Misma actitud matizada tuvo Carlos Saúl Menem, a quien le agradaba mucho que le dijeran “el riojano” (por el tema del terruño), pero consideraba despectivo que lo apodaran “el turco”. Sin embargo, ni AMLO ni Menem armaron discusiones públicas por su uso ni hubo debates sobre presuntas etiquetaciones.
Los Kirchner son un caso algo distinto. Se ofuscaron hasta lo indecible con los periodistas, columnistas y caricaturistas por sus apodos. Sucedió lo inevitable. A mayor disgusto, más se popularizaron. El fundador de la dinastía, el expresidente Néstor fue conocido como “Lupín”, un personaje nada amistoso de una caricatura en un antiguo diario de su natal Santa Cruz. Otros lo apodaban “el furia”, por su conducta, aunque él decía preferir “el pingüino” (nuevamente, el tema del terruño). Sin embargo, los más mordaces fueron los de su familia. A Cristina Fernández la apodan indistintamente “la bruja” o “álgebra” (por estar llena de operaciones), a su hijo Máximo, le dicen “gato de iglesia” y a su hija Florencia “vela de altar”. Lo obsceno de ambos sobrenombres impide detallar los motivos.
La molestia de los Kirchner pierde fuerza, pues se hunde en la vieja costumbre argentina de etiquetar a sus políticos con sobrenombres cáusticos y jocosos. El sindicalista Luis D’Elia es conocido como “el terapia intensiva” (porque no lo pueden ver ni los parientes). La estentórea exdiputada, Lilita Carrió fue bautizada como “la bioquímica” (porque vivía analizando a los demás). Al expresidente Fernando de la Rúa se le dijo siempre “el chupete”, por su temprano ingreso a la política. Y a su antecesor, Eduardo Duhalde, “el cabezón”, debido al volumen de su cabellera. El último presidente, Alberto Fernández tiene varios. Un periodista porteño le decía “la tía” (haciendo alusión a alguien que vive incómodo con el peronismo). Más popular fue “alverso” (por su capacidad para hablar sin mucho contenido), mientras que sus adversarios más virulentos utilizaban el despreciativo “chirolita”. El exembajador en Chile, Ginés González es conocido como “el sal gruesa” (no se pierde asado). Incluso Perón tuvo uno, “el pocho”, por un tipo de gorro que acostumbraba a usar.
La política mexicana también ha sido pletórica de sobrenombres. Desde siempre. Pancho Villa, el gran caudillo de la revolución, no era otra cosa que el apodo usado por Doroteo Arango. Lo adoptó y así pasó a la historia. Después de él, prácticamente ningún presidente se ha salvado de apodos algo endiablados, aunque tampoco se ha sabido de que, por esta causa, se haya desfigurado el debate político, como se insinúa en el caso chileno. Los más famosos han sido Miguel Alemán apodado “el cachorro de la revolución”, o bien Ruiz Cortínez conocido como “el magistrado” o “el inspector”. Gustavo Díaz Ordaz recibió el llamativo “jefe chiringas” y Carlos Salinas de Gortari “el pelón” o “el pelochas”. En cambio su sucesor, Ernesto Zedillo fue conocido por sus amigos como “la hormiga atómica”, en tanto que sus adversarios usaban uno irreproducible, aludiendo a su inesperada irrupción como desde las entrañas mismas del PRI. Entre los mandatarios más cercanos en el tiempo, Fox era conocido como “el botas” o “el refresquero”, Enrique Peña Nieto como “el vaselinas” o “el peña bebé”, y Felipe Calderón como “el etílico” y “fecal”.
Igualmente irreproducibles son aquellos usados en la Cuba socialista para referirse a sus mandatarios. El más común es “el caballo” para Fidel Castro. Su hermano Raúl es conocido como “la china”. Pese a ser sobrenombres populares, poco se usan debido al peligro intrínseco. No sería muy aventurado suponer que más de alguien haya terminado en el Combinado del Este u otra cárcel por este motivo.
Otros muy virulentos son, sin dudas, los destinados a la pareja dictatorial en Nicaragua. A Daniel Ortega le dicen “el bachi” (un recorte de la palabra bachiller, debido a su escasa formación), en tanto que Rosario Murillo, la co-presidenta del país, es popularmente conocida como “la chamuca” (como se designa al diablo en los sectores populares nicaragüenses). Es fácil suponer un uso cauteloso en las calles.
En tanto, uno de los políticos en ejercicio con mayor número de apodos es el actual Presidente del gobierno español, Pedro Sánchez. El listado ha ido creciendo estos últimos años con la misma velocidad con que desciende su popularidad. “El sepulturero”, “sanchinflas”, “el pandemia”, “falcon crest” y “falconetti” (por el uso excesivo del avión presidencial), “su sanchidad” y muchos otros. Tal proliferación, pese a lo rudo de cada uno, tampoco ha tenido efectos tremendamente negativos en el debate nacional.
Por otra parte, en no pocos lugares, las etiquetaciones se usan de manera excepcionalmente frecuente y muy pintoresca, como ocurre en la República Dominicana. En la propaganda electoral de los comicios más recientes aparecía el apodo junto al nombre de cada uno. La mayoría, bastante estrafalarios. “El varón”, “el puli”, “el caja”, “el profe”, “el chacal”, “el cara de santo”, “el chuparrabo”, “el mascachicle” o “el comesolo”.
Viendo estos ejemplos, no cabe duda que las molestias observadas en Chile responden a visiones excesivamente alambicadas. En realidad, pareciera que se buscan temas aviesos -como este del presunto reduccionismo de las etiquetas- para transmitir molestias más bien subterráneas. Por lo tanto, más que epidermis delicada, el enojo por etiquetaciones que remiten a la conducta de alguien, pareciera responder sólo a pulsiones retorcidas.
Este artificial debate tampoco guarda relación con la larga lista de alias desde la Independencia misma. A O’Higgins se le decía “el huacho”, mientras que a José Miguel Carrera “el pichirey”. Arturo Alessandri se popularizó como “el león de Tarapacá” y, décadas más tarde, su hijo, Jorge Alessandri, como “el paleta”. Ibáñez era “el botas” y más tarde “el generalísimo” y “el general de la esperanza”. Aguirre Cerda, “don tinto”. Allende, indistintamente fue “el chicho” y “el pije”. El último Pesidente fue conocido como “tatán”. En suma, simple enojos y debates superficiales.
Nic novum subsole. (El Líbero)
Iván Witker