Estado y las cárceles, ¿pagan justos por pecadores?

Estado y las cárceles, ¿pagan justos por pecadores?

Compartir

La difusión de la noticia de la construcción de una nueva cárcel de alta seguridad, en Santiago, es una buena noticia. No lo es, en absoluto, porque requerir más cárceles sea la solución al problema de la delincuencia, ni tampoco porque aumentar cupos en prisiones resuelva los problemas sociales que involucra el tema penitenciario. Sí lo es porque, como ha explicitado el ministro Cordero, la situación de sobrepoblación y la complejidad del fenómeno del crimen organizado requieren de una mayor especialización e infraestructura carcelaria.

Pero habilitar nuevas cárceles, en Santiago o regiones, tan solo rasguña un problema de mayor complejidad. No voy a referirme al crimen organizado. Evidentemente, por sus dimensiones y alcances, incluso continentales, es un flagelo cuya llegada debiera haberse anticipado con tiempo —hubo quienes lo hicieron— y que hoy exige de conocimientos, políticas de seguridad y estrategias punitivas que trascienden el problema de la delincuencia.

Es fundamental no confundir crimen organizado con delincuencia común. Esta última es un problema de seguridad, pero fundamentalmente es un problema social que tiene una trayectoria que se relaciona con pobreza, marginalidad, educación, violencia, disfuncionalidad familiar, etcétera. Ese es el primer momento de un futuro delincuente. El segundo, la cárcel, como se dice en un editorial de este diario, exige que las condiciones carcelarias sean dignas y no una escuela de delincuencia. Efectivamente se trata de una correlación, cuya “incomprensión” explica que estemos “ad portas del colapso”.

Esta es, sin embargo, tan solo una de las correlaciones urgentes, pues esa ecuación debe tener en cuenta que la cárcel no es el fin de un recorrido. Especialmente si no queremos pasar de 55 mil privados de libertad a 80 mil en 10 años, como un lector calculó en estas páginas. Es tan solo el comienzo de otro recorrido que posibilite que la persona “desista” —así lo llama la literatura actualmente— del camino delictual, sea capaz, y reciba las condiciones para crear una nueva vida para sí misma y sus familias.

El cumplimiento de la condena no es el fin del camino; es apenas el tercer momento de la trayectoria delictual. Este se relaciona con la posibilidad de la reinserción —prefiero llamarle inserción, pues la mayoría de esas personas no estuvieron nunca insertas—, oportunidad que el Estado tiene el deber de ofrecer a quienes han estado privado/as de libertad. Inserción implica no solo desistir de la trayectoria delictual, sino haber recibido el trato adecuado, la capacitación necesaria, y haber tenido condiciones de salud física y mental durante el período de reclusión. Luego, y fundamentalmente, exige cumplir la promesa “correccional” implícita en la prisión, y que consiste en que la persona pueda enfrentar la libertad con oportunidades laborales y de inserción social y familiar.

El Estado no solo está en deuda con la construcción de cárceles y con que estas ofrezcan condiciones dignas de vida para quienes están a su cargo. Las carencias en el cumplimiento de sus obligaciones se expresan también en el momento pospenitenciario, cuando las personas, especialmente las mujeres, recuperan la libertad con exigencias familiares, salud deteriorada, necesidad de trabajo y deudas acumuladas.

El combate al crimen organizado y la construcción de cárceles de alta seguridad son medidas adecuadas para un problema de difícil solución. Sin embargo, la delincuencia común —microtráfico, robo, etcétera— podría tener soluciones al alcance si tan solo se permitieran —o se repitieran— experiencias exitosas y que el mismo Estado actualmente entorpece.

No es posible que ante un problema tan urgente paguen justos por pecadores. No es posible que el Estado impida el traspaso de fondos a entidades —fundaciones y corporaciones privadas— que realizan inserción intra y pospenitenciaria porque otras supuestas “fundaciones” estafaron con fondos públicos.

La alianza público-privada ha demostrado ser la instancia más eficiente para la reinserción. Quien custodia no cumple con los requisitos para generar los vínculos y confianzas requeridas para los procesos de cambio, lo que sí ha demostrado, por ejemplo, la Corporación Abriendo Puertas, que gracias al proyecto piloto del BID y con apoyo del Banco Estado y Gendarmería permitió que con adecuada capacitación y acompañamiento la totalidad de mujeres que se integraron al proyecto hoy estén en sus hogares, trabajando e “insertas”. (El Mercurio)

Ana María Stuven