No es pacífica en la literatura la cuestión de si existe, o no, tal cosa como partidos “de centro”, o tendencias de centro.
Así, por ejemplo, Maurice Duverger, en su teoría “dualista” sobre sistemas de partidos, sostiene que hay solo dos tendencias; puede haber partidos de centro, pero no tendencias de centro; el centro sería una colección de fragmentos, algo residual, una suma de exclusiones.
De una manera similar, Giovanni Sartori subestima el rol de los partidos de centro; lo que hay, dice, son configuraciones coalicionales bipolares, dos grandes bloques, ya sea al interior de un sistema de partidos moderado (fuerza centrípeta) o polarizado (fuerza centrífuga), pero subestima el rol del centro.
Fue Tim Scully, en su magnífico libro Rethinking the Center (party politics in nineteenth and twentieth century Chile, Stanford University Press, 1992), quien argumentó de manera decisiva sobre la importancia de los partidos de centro en la historia de Chile.
A partir de ciertas coyunturas críticas, y de ciertas fisuras (cleavages), como la cuestión clerical-anticlerical (década de 1850), la cuestión social (décadas de 1920 y 1930) y la incorporación del campesinado al sistema político (década de 1960), en Chile se habría dado un caso paradigmático que nos habla no solo de la existencia de partidos de centro, sino de su centralidad en el sistema de partidos en su conjunto.
El Partido Liberal, hasta 1920; el Partido Radical, desde los años 30, y el Partido Demócrata Cristiano en los años 60, fueron fuerzas de centro nítidamente definidas, que gravitaron de manera decisiva en el funcionamiento del sistema de partidos en su conjunto.
Desde los años 90 tuvimos una dinámica coalicional dualista, a partir del sistema electoral binominal instaurado por Pinochet en las postrimerías de la dictadura; una coalición más de centroizquierda (Concertación) y otra de centroderecha (Alianza por Chile).
El rol central del PDC y su alianza con el socialismo democrático (PS, PPD, PRSD) facilitaron una transición pacífica a la democracia, contribuyendo a una consolidación democrática acompañada del mayor progreso y bienestar de la historia de Chile.
Lo cierto es que el sistema electoral binominal nunca alcanzó una legitimidad suficiente. El informe de la Comisión Boeninger, en el primer gobierno de Bachelet, y la reforma del sistema electoral, bajo el segundo gobierno de Bachelet, contribuyeron a eliminar el sistema binominal, avanzando hacia un sistema de representación proporcional moderado o corregido desde el punto de vista del tamaño de los distritos (de tres a ocho diputados) y circunscripciones (de dos a cinco senadores). No obstante, la subsistencia de pactos electorales, y la facilidad para formar partidos, nos condujeron a una realidad de fragmentación partidaria (20 partidos con representación parlamentaria), lo que conspira contra la gobernabilidad democrática.
La solución es muy simple: fin de los pactos electorales (los partidos grandes subsidian a los chicos, y vamos creando partidos). Fue lo que hizo Chile en las décadas del 60 y comienzos del 70. La prohibición de pactos electorales establecida entre 1958 y 1962 significó pasar de 19 partidos con representación parlamentaria en 1953, y 13 partidos en 1957, a seis o siete partidos a fines de los años 60 y comienzos de los años 70.
¿Es viable una alternativa de centro en el Chile de hoy?
La tendencia está a la vista: por la fuerza de los hechos y las dinámicas político-electorales, lo más probable es que la DC logre algún tipo de acuerdo electoral con el PC y el Frente Amplio, y que Amarillos y Demócratas logren algún tipo de acuerdo con Chile Vamos y el Partido Republicano.
Es el camino a la polarización y la fragmentación partidaria.
Pero la demanda política existe: en general, las encuestas muestran que, llamados a identificarse en el espectro izquierda-derecha, en que 0 es la izquierda y 10 es la derecha, cerca de un 40% de la gente (opinión pública, electorado) se ubica en 4, 5 o 6; es decir, más o menos en el centro.
Lo que falta es el ajuste por el lado de la oferta política. Si queremos evitar la fragmentación partidaria y la polarización, tendiendo a una simplificación de la oferta partidaria, junto con los incentivos adecuados, como la prohibición de pactos electorales (lo que significa que cada partido se mide como tal), se hace necesario constituir una fuerza política que vaya desde la centroizquierda a la centroderecha; digamos, desde el “laguismo” (socialdemocracia) a Evópoli; una fuerza política —llamémosla de “centro”— que englobe a la socialdemocracia, el socialcristianismo, y el social liberalismo (la tesis la desarrollamos en profundidad en el libro que hemos escrito con Ernesto Ottone, “Cambio sin ruptura” (una conversación sobre el reformismo), Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2022.
¿Difícil? Puede ser, pero no imposible. (El Mercurio)
Ignacio Walker



