Durante la noche del 18 de octubre del 2019, 20 estaciones del metro de Santiago fueron incendiadas y destruidas. La acción destructiva era solo el comienzo de días y noches de furia y vandalismo que se desatarían sobre Santiago, convirtiendo al centro de la ciudad en la “zona cero” de lo que algunos llamarían después el “estallido” o la “revuelta”. Pero, además, en los días siguientes millones de personas saldrían a protestar a las calles, no contra la violencia desatada sino para expresar su propio malestar. Es más, empezaba a instalarse la idea de que “para hacer tortillas, hay que romper huevos”, de nefastas consecuencias, porque normalizaba la violencia y la destrucción. Y lo más preocupante: según las encuestas, una mayoría de la población entendía o justificaba esa violencia.
Recuerdo perfectamente esos primeros días de perplejidad y también espanto ante lo que estaba sucediendo ante nosotros, y los dilemas y preguntas que los intempestivos acontecimientos empezaban a suscitar en cada uno de los que teníamos que opinar y escribir columnas. No era fácil, sobre todo para quienes —como yo— habíamos sido críticos de la élite dirigente y del Gobierno por su desconexión con el país real y las angustias cotidianas de la gente, por las colusiones entre negocios y política, etc. No era fácil, porque había que rechazar la violencia sin ambigüedades, pero entender también que se había acumulado una cierta “bronca”, una frustración de las expectativas de un proceso de modernización que empezaba a mostrar sus grietas. El país había dejado de crecer y nuestra clase dirigente, que no se caracteriza por estudiar ni pensar a largo plazo, no había advertido lo explosiva que puede resultar la llamada “trampa del ingreso medio”, y probablemente no había pensado en la famosa “paradoja de Tocqueville”, el nombre con que se describe el fenómeno por el cual, junto con la mejoría de condiciones sociales y económicas de la gente, también su frustración social y malestar crecen más fuertemente. El yugo es más liviano, pero se siente más pesado.
La tarea de un político bien preparado y con visión es adelantarse y desactivar las “bombas” antes que le estallen en la cara. Pero nuestros políticos estudian poco y —atrapados en el inmediatismo digital— no piensan. Esa carencia de pensar y de estudio tiene nefastas consecuencias. El gobierno de derecha de entonces debió haberse adelantado, proponiendo reformas e implementando una robusta batería de medidas sociales. El estallido lo pilló desarmado. Tampoco pensaron después los dirigentes de la izquierda y la centroizquierda, que se hicieron cómplices de la anomia y el vandalismo (seguramente, porque solo miraron las encuestas). Y más grave: estuvieron disponibles para poner en riesgo la democracia.
Hoy el resultado está a la vista: el país, hastiado de la violencia e inseguridad crecientes, giró hacia la derecha, incluso a la derecha más radical. El cortoplacismo y la miopía, incluso ceguera de nuestras derecha e izquierda, la incapacidad de hacer análisis profundos de los hechos y de interpretar adecuadamente las crisis, hace que el país vaya de un extremo a otro, y de un malestar a otro. Falta quilla, conducción, visión, inteligencia política. La política se la tomaron los pigmeos, los operadores y los populistas de lado y lado. Ya no hay estadistas, ya no hay pensadores de la política, comida por un activismo ramplón. Mientras eso no cambie, nuevas crisis volverán a asediarnos. Y los columnistas seremos acusados de alarmistas cada vez que hagamos advertencias. No es que se vaya a repetir el estallido igual: otra crisis que no imaginamos puede sorprendernos, si seguimos en el estado de somnolencia que denunciaba Heráclito, quien pensaba que la filosofía es la única capaz de mantener en vigilia a los seres humanos. “Chile despertó”, se dijo en el estallido: No, Chile no ha despertado aún. Sin reflexión profunda, no habrá despertar. (El Mercurio)
Cristián Warnken



