En la antesala del ciclo electoral de 2025, en el que se elegirá no solo Presidente, sino también casi la mitad del Senado y la totalidad de la Cámara de Diputados, hay algo que resulta más evidente que nunca: la derecha enfrenta esta elección en su mejor momento histórico. Ni en 2010 ni en 2018, cuando Sebastián Piñera resultó electo, contó con una evaluación ciudadana tan favorable como la actual.
Al revisar las encuestas de intención presidencial, la ventaja salta a la vista, con una suma cercana al 70% de respaldo para candidatos tradicionales, conservadores y liberales.
Y es que, en los últimos años, ha quedado claro el riesgo de confiar en la otra vereda política: una izquierda que, pese a sus promesas de dignidad, no hizo más que conducir al país hacia el deterioro más profundo.
A estas alturas, para ningún ciudadano común resulta sorprendente que Chile esté peor que antes del estallido social. El ascenso del Frente Amplio y el Partido Comunista no hizo más que desplazar a la socialdemocracia previa, sin ofrecer mejoras tangibles.
Por si fuera poco, el fallido proceso constitucional -que dejó como herencia solo engaños, despilfarro y deuda- demuestra que incluso con el poder absoluto, sin contrapesos ni oposición, la izquierda fue capaz de embarcarse en uno de los experimentos políticos más innecesariamente delirantes que se han visto.
Así, no solo es comprensible por qué la ciudadanía cuestiona las intenciones de la izquierda, sino también por qué duda de su capacidad para cumplir lo prometido.
En este contexto, puede parecer contradictorio que la candidata del sector, Jeannette Jara, no solo represente el ala más dogmática y radical de la izquierda, sino que además sume ya más de un tercio de respaldo, según las encuestas.
Pero esto no debería sorprender. Ese porcentaje corresponde al núcleo duro del sector, que sigue siendo más numeroso que el de la derecha, y que simplemente jamás votaría por el otro lado. Así, no es que Jara esté creciendo: lo que ocurre es que aglutina el voto de quienes la ven como el mal menor.
De hecho, esto podría interpretarse como una señal de alarma para la izquierda, ya que está dejando dos tercios del electorado en manos de la derecha.
Todo lo demás va en la misma línea. Desde el equipo de campaña que acaba de anunciar —una lista que parece más un catálogo de los “segundos mejores”— hasta su historial como ministra, a cargo de una cartera que en todo 2024 solo generó 141 empleos, su candidatura no logra consolidarse.
Estamos, entonces, ante una aspirante débil, que proviene de un gobierno que fracasó rotundamente, y que impulsa una plataforma basada en ideas ya desmentidas por la experiencia nacional reciente.
Quien vote por Jara no estará votando solo por una exministra del Trabajo que no logró generar empleo. Estará optando por la continuidad de un gobierno inoperante y por un partido que no ha tenido éxito en ningún país donde ha alcanzado el poder.
Considerando todo lo anterior, y dado que no existe ánimo ni disposición ciudadana para apoyar una continuidad que significa más de lo mismo, ni mucho menos para someterse a un régimen comunista, sería una verdadera tragedia que la derecha desaprovechara la oportunidad histórica de imponerse con fuerza y dar por terminado el ciclo iniciado con el estallido.
Incluso si parece improbable, ese amplio respaldo de dos tercios que hoy goza la derecha podría desvanecerse rápidamente si la ciudadanía percibe que está más centrada en disputas internas que en derrotar a quienes, en nombre de la dignidad, han hundido al país.
Lo que la gente no quiere es más ideologías ni ambiciones personales. Lo que exige son resultados concretos: partiendo por la creación de empleos, y siguiendo con soluciones urgentes para la crisis de seguridad y la inmigración ilegal, que en apenas tres años han transformado radicalmente el rostro del país.
Es evidente que existen diferencias dentro de la derecha, y también es evidente que estas se profundizan a medida que crece la ambición por el poder. Pero debe existir alguna fórmula para que prime el bien común en un escenario donde es claro que hay caminos que conducen a la ruina.
Un acuerdo de no agresión, al menos, permitiría centrar los esfuerzos en campañas propositivas, enfocadas en neutralizar al verdadero adversario. Y quién sabe, quizás incluso revertir algunas tendencias.
En la elección de noviembre, nada está escrito en piedra. Lo único cierto es que la ciudadanía clama por un giro conservador, tradicional, hacia la libertad. Salvo un grupo que vota guiado más por las emociones que por el juicio estratégico —ignorando que lo que favorece al país también los beneficia a ellos—, nadie quiere quedar atrapado ideológicamente en su propio territorio.
Llegar a un acuerdo básico sobre esa premisa es urgente. De lo contrario, la división podría abrir paso al escenario más temido y menos probable hasta ahora: que en diciembre se concrete el primer gobierno comunista en la historia de Chile.



