No corresponde al Presidente de la República —no, al menos, en un Estado de Derecho— transformarse en un comentarista de resoluciones judiciales, que sale a celebrarlas —o lamentarlas— en función de quiénes sean los afectados. No corresponde porque supone politizar los procedimientos de la justicia y, potencialmente, afectar su independencia, pero no corresponde además porque el mandatario ha desconocido un principio esencial: el derecho a la presunción de inocencia. En efecto, como ha advertido el constitucionalista Javier Couso, con sus palabras, Boric implícitamente “da por condenado a Hermosilla”, faltando no solo un juicio sino que habiendo toda una investigación pendiente. Bien sabe el mandatario que la decisión del tribunal es una medida cautelar tomada a objeto de resguardar el desarrollo de la investigación, y no una suerte de castigo anticipado que pueda dar lugar a festejos de cualquier índole.
Por lo demás, Boric había manifestado un criterio muy distinto hace tres meses, al reaccionar a la prisión preventiva dictada contra el alcalde Jadue, cuando, evitando comentar la medida misma, insinuó su desacuerdo con el modo en que esa cautelar se ha estado usando en Chile. Tal vez, en la visión del Presidente, la condición de militante comunista (y miembro de la alianza de gobierno) excluía a Jadue de la categoría de los “poderosos”. La misma a la que Hermosilla, por sus vínculos con empresarios y figuras de la centroderecha, pertenecería indefectiblemente.
Hay en todo esto una gran ironía. Lo que ha hecho, en definitiva, el mandatario ha sido revivir una forma de acción política que él y su sector desplegaron intensamente antes de ser gobierno. Se sustentaba esta en un discurso que dividía maniqueístamente a la sociedad entre poderosos y oprimidos, con el frenteamplismo autoasignándose el papel de vanguardia iluminada. Fue esa visión su argumento para ejercer una oposición implacable al gobierno de Sebastián Piñera y hasta justificar —o al menos evitar condenar— la violencia octubrista. La odiosidad de ese discurso fue exacerbada como eficaz herramienta política, aun al precio de debilitar las instituciones. Mucho ha sucedido desde entonces y precisamente por eso resulta lamentable constatar que, en la primera oportunidad —eso parece ver el oficialismo en el caso Audio—, el propio Presidente corra a resucitar viejos discursos. Lo que no parece haberse advertido es un detalle: hoy él ya no es un dirigente estudiantil ni un diputado díscolo; ni sus compañeros en el oficialismo, un grupo de jóvenes rebeldes. Hoy, ellos conducen el Estado. Hoy, ellos son “poderosos”. (El Mercurio)



